Un tipo en una banca
Al borde de la playa de Copacabana, justo un poco antes de que el mosaico de piedras de la vereda cambie de diseño y uno sepa que ya entró a Ipanema, hay una banca en cuyo extremo izquierdo está sentado un tipo, no muy joven ni tampoco muy viejo, mirando a la gente pasar.
A mí me gustaba caminar por la vereda desde mi casa en Copacabana hasta Leblon de modo que de camino siempre me lo encontraba. A veces yo me quedaba mucho rato en las rocas del Arpoador mirando el mar y se me hacía de noche, pero sin importar lo tarde que volviera, aquel sujeto siempre estaba allí. Yo pensaba - Que señor tan raro este, siempre de traje, en el mismo lugar y tan pensativo. ¿Que no le dolerá el culo?
Cada vez que podía lo espiaba un poco con el rabo del ojo, pero inmediatamente apartaba la mirada debido a la extraña e incandescente forma en que su cuerpo reflejaba la luz solar. Debo haber tardado unas cinco o seis espiadas antes de darme cuenta de que si el tipo nunca se cambiaba de ropa ni se movía de aquel lugar era porque era una estatua de bronce. Cuando lo descubrí me reí un buen rato de mi mismo y terminé ahogado de risa, recostado junto a él sobre su banca. - ¡Qué hijo de puta! - le dije apoyándome sobre su hombro. Y esa fue la primera vez que le hablé.
Desde entonces siempre volví. Fue uno de los primeros amigos que hice en Brasil. A veces tenía que esperar porque (recién entonces me di cuenta y tal vez por esto siempre lo confundí con una persona real) mucha gente tenía la costumbre de tratarlo como si estuviese vivo. Lo saludaban al pasar, le sobaban la cabeza cariñosamente o se tomaban fotos con él. Resultó ser, que él era un poeta brasilero muy famoso llamado Carlos Drummond, y por eso la gente lo rodeaba y lo mimaba. De todas formas al final todos sus fans terminaban por irse y yo me sentaba un rato a su lado a contarle lo jodido que me estaba yendo en su país. Un par de visitas después me animé a llevar mi guitarra a las citas. Le tocaba canciones peruanas y canciones de todas partes del mundo y él siempre me escuchaba con aquel gesto imperturbable de todo buen oidor.
Uno de esos días en que yo estaba junto a él tocando la guitarra, una pareja de turistas se nos acercó. Yo les entendí que querían tomarse una foto con Carlos, de modo que les dije que no había problema y me paré enseguida ofreciéndome yo mismo a tomarles la foto. Ya estaba acostumbrado a la rutina. Siempre la gente quería tomarse fotos con él y nosotros interrumpíamos nuestra conversación para complacerlos. Esta vez sin embargo, la pareja no quería que yo me levantase. Querían tomar una foto mía tocando la guitarra para Carlos.
Al principio me sorprendió su idea, pero luego me emocioné bastante y accedí de inmediato. No tenía hasta ahora una foto con Carlos y aquella era nuestra oportunidad. Ellos tomaron la foto y luego les di mi dirección de correo para que me enviaran una copia.
Con el tiempo fui haciendo amigos en Río de Janeiro, conseguí un empleo, una novia y un lugar donde escribir y así, poco a poco fui dejando de visitar a mi amigo el tipo de bronce. Cuando pasaba frente a él casi siempre me encontraba acompañado de modo que apenas si levantaba la mano o le guiñaba un ojo rápidamente para evitar preguntas raras de mi acompañante.
Un año y cuatro meses después de mi llegada, dejé Río de Janeiro para volver al Perú. La noche previa a mi partida recuerdo haber escrito una enorme carta despidiéndome de todos mis amigos. Eran más de veinte. No recuerdo sin embargo, haber ido a despedirme de Carlos.
Y ahora que pienso en ello, también me doy cuenta, de que nunca recibí aquella foto que nos tomaron juntos. Tal vez la pareja perdió el pequeño papelito en que anotaron mi dirección o enviaron el email demasiado tiempo después y yo lo borré por error.
Lo cierto es que ahora yo ya no uso el cabello largo como cuando me tomaron esa foto, raras veces toco mi guitarra y además, apenas tengo tiempo para hablar con la gente normal de modo que me es casi imposible imaginarme contándole de mi vida a una estatua de bronce.
Ahora que lo pienso, creo que en el fondo me alegra que esa foto nunca llegara a mí, y que de alguna forma, el Pierre de esa imagen, sigue vivo en algún lugar. No importa que aquel lugar sea el álbum de fotos de la luna de miel de un par de europeos locos. Es mejor así. En algún país, en alguna conversación de sobremesa, yo sigo siendo un tipo loco que cantaba y le hablaba a las estatuas en Copacabana. En algún lugar un par de tipos aún creen en mí, de la misma manera en que yo creí en aquella estatua de bronce a la que, sin que me importara que el poeta que representaba llevase más de diez años muerto, le dediqué en mis solitarias noches brasileras, mis más tristes historias, mis mejores canciones y mi compañía sincera.
buena prosa y se deja leer de un tiro. saludos
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