Alejandra Pizarnik, la leyenda de la poesía argentina,
cumple este 25 de septiembre 42 años desde que decidió dejar este mundo. Lejos
de los estereotipos que ella misma se impuso, el testimonio de amigos y
familiares nos delinean un perfil diferente
No queremos
incurrir en tautologías, hay suficiente leyenda. Si fumaba marihuana, si tenía
una caja de pastillas para dormir y otra con pastillas para estar despierta; si
era bisexual; si había puesto a la poesía por sobre todas las cosas y la realidad
ya no le bastaba; si se mató porque Olga Orozco no fue a buscarla esa noche o
porque estaba deprimida por haber perdido algunas pruebas de un cuento de Julio
Cortazar. Todo eso no hace sino hablar
de una capa, la que la designa como poeta maldita.
La vida y la
obra de Pizarnik son dos caminos que se van trenzando hasta llegar a ser uno. Ya
lo decía Orozco, “la vida de Alejandra
está en su obra. Su palabra es su propia vida, como su palabra es su propia
muerte”.
Caminos
Nacida en
Avellaneda, Provincia de Buenos Aires, Alejandra pasó su infancia en una calle
que ahora lleva su nombre. Sus padres emigraron desde lo que actualmente es
Eslovaquia, estableciéndose prósperamente. Su
hermana mayor, Miriam, ha contado que la niñez de Alejandra fue muy feliz,
era una niña alegre y se le hacía sencillo hacer amistades. Tuvo problemas, si,
pero no esa falsa oscuridad que muchos biógrafos intentan hacernos creer.
Una amiga de
esa etapa, Lía Bonani, confirma el testimonio de Miriam y señala ciertas
figuras que veríamos en la obra poética de Alejandra. Bonani iba caminando con ella
hacia la escuela, en esa caminata, poco a poco, fueron descubriendo que tenían muchas cosas en común. Una de
ellas, el gran cariño y admiración que ambas sentían por sus padres. La segunda,
la guerra contra los kilos. La tercera: sus madres, ambas tenían madres que les gritaban mucho.
En 1953
termina el secundario: ya fuma, lee, escribe y tiene una particular forma de
vestirse. Luego ingresa a la
Universidad de Buenos Aires, transitando por la Escuela de Filosofía, de
Letras, para terminar en la Escuela de Periodismo. En
la voz de su amiga Ana María Barrenechea: “Recuerdo
que estábamos entre las calles 9 de
julio y Viamonte, había un coche de
caballos y lo tomamos. Salimos a pasear por la ciudad y pasamos frente al
edificio de Viamonte (donde estaba la Facultad de Letras), en eso, Alejandra en una
exultación, escupió frente al edificio como símbolo de ruptura con lo académico.
Ella era así, nosotras nos morimos de risa y continuamos paseando de café en
café toda la noche.”
Luego de
publicar sus primeros dos libros se va a Europa. Si bien en esa etapa comienza
con más fuerza la introspección poética y la oscuridad avanza dentro de
Pizarnik, el lado jovial y vivo nunca se perdería. Paris fue una fiesta, si,
pero también fue el dolor. Esa eterna dualidad -como un péndulo- iría dando el
ritmo final donde Alejandra optaría por quedarse.
La etapa
europea además, constituye una gran fuente de conocimiento, de lecturas.
Pizarnik era una persona muy inteligente, extremadamente curiosa y con una
capacidad increíble para asimilar nuevos datos, esto la hace brillar en los
círculos parisinos, donde se desplaza con una risa despreocupada y con ese
humor negro que tanto le celebraba Octavio Paz.
Pero el
tiempo y las ciudades pasan pero no la desolación. Termina los años en Europa y
volver a Buenos Aires no le hace nada bien. Desea retornar a Paris, la ciudad
le queda chica, los museos, el teatro, el amor, las conversaciones, todo lo ve
disminuido. Y sin embargo niega esa realidad. Son dos, la Alejandra oscura que
escribe y habla con otra Alejandra que está en el poema. Y la Alejandra que
siempre ríe burlonamente, la que usa el humor como si fuera otro verbo. Si
creemos, como Diana Belessi, que Alejandra dejó un legado de desmesura, es por esa presencia de dos voces tan
diferentes (dos modalidades de representación de un universo poético). La
fusión de estas voces constituye la única y verdadera voz de Pizarnik.
El
testimonio de Fernando Noy es claro al respecto, le llamaba la atención que en
su permanente discurso melancólico, Pizarnik, paralelamente viviera por alguien
poseído por el humor. Como una sacerdotisa de la ironía, de la gracia, era todo
el tiempo una enorme carcajada que se convertía en un gemido, porque la realidad después de unos días la premiaba.
Entonces mientras escribía Extracción de la Piedra
de la Locura
o El Infierno Musical, sus poemarios
más oscuros, escribía textos completamente delirantes, donde el juego del conocimiento
y la onomatopeya se volvían un banquete embriagante y obsesivo; La
Bucanera de
Pernambuco o Hilda la Polígrafa , El Textículo
del asunto, Diversiones Pùbicas y otros textos, son un claro ejemplo. Por momentos una voz más cercana a Jarry que a Novalis, se apoderaba de ella. Una
tarde, en una café del micro centro porteño, se le acercó un joven poeta y le
mostró un texto, Alejandra leyó la hoja y le dijo “que claro escribe tu máquina”.
¿Alejandra?
A finales de
los sesenta en Buenos Aires, Pizarnik era la enfant terrible de la ciudad, escribía solo de noche, había ganado
las becas más importantes de ese momento, sus libros eran aclamados, habita los
excesos y vivía medicada. Tratar de revivir los paraísos artificiales de
Baudelaire ya le iba pasando factura.
Sin embargo la
familia, siempre cercana, la hacia volver a la realidad. Cuenta su hermana
Miriam que –“Ella (Alejandra) me ayudó
mucho, me sentía incapaz en ese momento de atender a mi hijo, entonces ella
tomó el papel de madre, yo no me lo imaginaba, lo bañó, lo cambió, ninguna de
los dos sabíamos nada de eso pero ella lo hizo, fue una acto que me sorprendió”
La última
etapa de la vida de Pizarnik es la más compleja, había renunciado a la beca que
ganó, no trabajaba, entraba frecuentemente al hospital -El Pirovano-
o pasaba semanas en diversas casas de reposo. Su último libro publicado El Infierno Musical, abrió grandes
tajos. “Cuando terminé de leer el libro
estaba aterrada, cerré las ventanas. Sentía como si algo se viniera hacia todos
nosotros y Alejandra lo decía con una precisión extraordinaria.”- recuerda
su amiga y biógrafa Cristina Piña.
Sin embargo
era el exceso o era la quietud de planta carnívora. Marcel Pichón Riviere dice
que el departamento de la calle Montevideo (en la última etapa), tenía un clima
enrarecido, lleno de vida y de muerte. Ella abría la puerta y a los 2 minutos
estaba leyendo un poema y a la hora estaba borracha, matándose de risa, y a las
3 horas escribían juntos algo y así hasta el día siguiente. Eso para ella era
la seducción misma, la poesía misma.
Luego
vendría lo que algunos aman de Alejandra, su muerte. Una sobredosis de seconal se la llevó la madrugada del 25
de septiembre de 1972. Luego de eso se estableció un premio de poesía y un
centro cultural con su nombre, hoy también desaparecidos.
John Martínez Gonzáles (Lima,1981). Comunicador Social. Promotor cultural. Ha publicado el poemario Collage de viaje (Editorial Altazor, 2009). La plaquette Doblando (2010. Edición de autor). El poemario El Elegido (Casa Katatay Editores, 2011). Es miembro de la Asociación Cultural Casa Katatay. Poemas suyos han aparecido en revistas impresas y webs del Perú y el extranjero. Ha realizado trabajos de video poesía junto al videasta Jair Uzziel.
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