MIGUEL ANTONIO GUEVARA (Barinas, Venezuela 1986) Escritor, sociólogo del desarrollo, editor y artista del collage. Ha publicado en poesía Pensando el poema (Ediciones Madriguera, 2012); Hay un ruido que se escurre por debajo de las puertas (SurEditores, 1.a edición 2012; Awen, 2.a edición 2018); Ese instante turbio (Fondo Editorial Unellez, 2012); y Tres postales distópicas (El Caracol de Espuma Ediciones, 2017); en ensayo, Por la palabra (Fundación Editorial El perro y la rana, 2012) y Apuntes por el centenario de la Revolución de Octubre (Fundación Editorial El perro y la rana, 2017), además del libro digital experimental Índice hipertextual (steemit.com/@hipertextual, 2018). Ha recibido galardones en los géneros de narrativa, ensayo, poesía y periodismo, en Colombia, Venezuela y Suiza. En 2017, su libro Mahmud Darwish anda en metro recibió el VI Premio Nacional Universitario de Literatura «Alfredo Armas Alfonzo», en el género narrativa.
Selección por Gladys Mendía del libro Mahmud Darwish anda en metro (Taller Blanco, 2019)
TRES
Dios los cría y la noche los junta. Dios los cría y el oficio los junta. El encuentro era en el centro de convenciones más grande de la ciudad. Los mejores ordenadores de objetos intangibles estarían allí.
Subí al taxi –conducido por un francés, creo, no lo digo por su acento sino por su nariz— apenas logré pronunciar en mi orgulloso inglés la dirección. Mientras tomábamos esa autopista de apariencia cinemática caía una lluvia despacito, garuando, dicen en mi tierra, sentía el calor de mi chaqueta y lo bien que me quedaba, justa pero no tanto, ancha en el dorso pero no demasiado.
El olor de mi bebida tomaba la cabina y podía ver a lo lejos Alcatraz en medio del ritmo serial del Golden Gate.
No sé cómo llamarle a ese momento más que de una forma: revelación.
CUATRO
—Otra vez soñé con olas. Olas inmensas que me llevaban.
—Deberías escribir eso.
***
De tantas bolsas de té en la misma taza podría tejer trenzas si no se urdieran solas. Así van comportándose los sueños que sin querer olvidamos o ignoramos. Alguna vez pretendí enumerarlos
y documentarlos en tinta roja.
A la semana del registro pude comprobar que me ayudaba a recordar por entero el sueño ¿Les ha pasado que apenas nos levantamos y apenas llega un vestigio de lo soñado, que va desapareciendo poco a poco, como enajenado?
Quiero ver La maleta mexicana y urdir en las imágenes de Gerda, Capa y Chim, mantener viva la indignación aunque sea de otros lugares. A mayor distancia mayor capacidad para sentir, ¿no?
***
—¿Cómo traducirías el sueño?
—A ver...
La saliva es grito, Pávlov/ se llena, se vacía y vuelve a llenarse/ alguien abre en dos desde las escaleras
Otras mujeres vestidas de mí atraviesan a una sola
rapadas
con polvo color dorado sobre sus sienes
lunas
pelo en las caderas
delgadas como espigas
como música de manzanas y caballos
como música de bicis, barcos y culebras.
Mientras, escucho la muerte de un ahogado en su propio espumarajo.
LA RAZÓN MÁS GROSERA DEL MUNDO
Hoy voy a vivir por la razón más grosera del mundo: no tengo internet. Apenas pienso y el sonido de moto que va subiendo la avenida Francisco de Miranda me obliga a recordar al hombre de anoche que gritaba: es mi familia, por favor ayúdenme, todo esto con un soundtrack percutivo de beretta.
¿Qué cómo sé la marca? Mis respectivos doctorados en cuanto juego de guerra me hacen convertir en categoría de verdad mis especulaciones. He aprendido a manejar todas las armas habidas y por haber: como terrorista de película me quedo con el fabuloso AK.
Ir hacia la mente no es tan fácil como ir hacia el cuerpo. Cuántas veces olvido que esta máquina tiene seguro, es como recordar que los condones se rompen, puede uno estar seguro en la faena tanto tiempo que termina por creer que estos benditos cueros de látex son invencibles y realmente es mentirse. Entiende por favor que esto es ficción, no es nada para que te hagas ideas, pienso siempre en voz alta en las hojas de guarda de mis apuntes y libros. Son como dispositivos de seguridad para curiosos. Termine como termine cada conclusión es más muerte que vida, ningún seguro salva.
Rescindí la «selectividad afectiva» como llama mi psicólogo a la casi inexistente posibilidad mía de hacer amigos, logré salir de la casa y todavía pensaba en cómo ese desgraciado me dice las cosas, como si no me diese cuenta del sartal de eufemismos con los que pretende endosar a mi lado más compasivo, más piadoso, más humano.
Tantas cosas para ese fin de semana y ya casi nos pisan los días y todavía no piensas en tus responsabilidades. No has escrito ni una palabra de lo que debes decir o lo que pretendes comunicar para establecer discusión, al menos para problematizar el grupo: encuentro de intelectuales, encuentro de pensadores, de lo que se les ocurra a los diseñadores y demás agentes detrás del evento.
Lo único que diré, diplomáticamente será: la minería es un asco y todo lo que me da asco no lo toco y si lo hago es con la puntica del dedo o con un palito. Así que ya saben lo que puedo pensar sobre el asunto.
Apenas di unas cuantas vueltas por el centro me senté en el café más cercano e hice una lista de pendientes:
LA GRAN LISTA
• Agregar a FB y TW a toda esa gente
• Compra los libros sobre cambio c.
• Qué diría Gordimer¿?
• Escríbele el correo a Karina O.
• Compra cereal y pasas
• Corregir discurso
• ¿Si la URSS nos salvó del f. en el S. XX quién el XXI?
Aunque no estaba escrito decidí hablar del asco minero.
APAGALLAMAS
Pensó en releer a Arlt, Los lanzallamas; volvió a cerrarlo tan rápido como lo abrió: no era el momento más oportuno para leer sobre una revolución irrealizable.
¿Qué será de nosotros? Una firma manda al traste cientos de vidas, la puta palabra «vida», tan manoseada ¿Qué haremos, a quién le echaremos la culpa ahora? ¿A la burguesía, las trasnacionales?, no, todos somos culpables, ahora tan culpables como cómplices.
Era muy tarde y había poco dinero para hablar con el poeta Erasmo. Quería invitarle a comer y escuchar sus historias, tal vez salir de ese lugar lleno de cajas y libros viejos no era la mejor idea, ¿o sí?, lo cierto es que solo pensaba en aquellas muchachas y su definición del arte: un hombre con un encendedor debajo de una mujer con falda, ella levanta las olas de su tela, lo deja estar en la oscuridad y sus piernas y el hombre enciende el fuego, mira, ¿ves?, eso es arte, decían mientras una de ellas se contorsionaba lascivamente.
Por más que buscamos, aquella noche no encontramos el poemario de Zoraida. El fondo musical, envidiable, tv a todo volumen, a todo dar, voces chillonas con el típico acento de doblaje latino/mexicano, que en vez de piedra dice roca y en vez de balde cubeta. Así respondía la biblioteca, si le pedías Zoraida, decía Alberto y si repetías Zoraida, insistía otro nombre.
Los saludos de la bailarina eran generalmente no respondidos, solo alcanzaba a ver la hora en que se habían enviado los últimos mensajes, como bitácora de la curiosidad, ¿por qué escribía a esa hora?, ¿en qué pensaba cuándo lo hacía?, esa noche preguntó cuándo había sido la última vez que se había masturbado pensando en sus formas.
Ella había prometido bailar música de steel band acompañada de un rebozo blanco terciado en su cuerpo, como imitando a un pájaro, como asumiendo su papel de ola que va y viene. Él apenas alcanzaba a mirar al horizonte, siempre hacia adelante, como sosteniendo el timón de varias vidas dispuestas a desvanecerse al momento en que se distrajera.
Seguía sonando al fondo la tv, disparos y música estremecedora, como caballo relinchando, como boca dentro de otra boca.
Me vio. Allí estaba sentada viéndola acercarse. Nunca había visto a alguien apagar el incienso de esa manera.
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