CLAUDIA VACA (Bolivia, 1984) Licenciada en Filología Hispánica (UAGRM) Publicó el poemario Versos de Agua (2008), ha participado en las antologías: Breve poesía desde Santa Cruz (2009), Como vuelan las mariposas (2013), la novela Diálogos del silencio (2017) y tiene inédito un ensayo sobre Gestión Cultural y educativa en los Barrios de Santa Cruz del 2006 al 2016. Ha desarrollado conferencias en Bolivia, Sao Paulo, Montevideo, Buenos Aires sobre gestión cultural, literatura y escritura creativa, memoria histórica desde la memoria del ciudadano, museología didáctica y educación cultural. Recientemente publicó su libro Pasaporte (Andesgraund Editores, 2019).
LP5 presenta el fragmento de una novela que la escritora boliviana Claudia Vaca comenzó a trabajar hace cinco años atrás.
Choboreca fue condenado desde su concepción, las coronas del río hicieron guiños de adopción, pero quedó ahí, en guiños, en coqueteo causado por el deseo de posesión territorial. Finalmente, él se crió solo, en la mente del monte gestó su propio sitio de felicidad, en la mente del monte Choboreca sanó la desidia de su concepción, la desidia de las coronas del río, en la mente del monte Choboreca gestó flores y nació el valle, para invitar a sus únicas amigas: las abejas, con quienes gestó miel, para cicatrizar, poco a poco, las heridas de su concepción.
Con las aguas de sus lágrimas, forjó piedras redondas y ovaladas, con ojos de agua subterránea creó bosques de totaí, cuchi, mangales, pitones, guayabillas, paquió, limones, chirimoyas, papayos, motacú, en sus momentos de creatividad exuberante, olvidaba todo y creaba alimentos, pero a veces ganaba el dolor, y un sabor ácido bordeaba las resinas de algunos de los árboles.
Choboreca desconocía el origen del dolor, pero igual lo sentía. Cuando Choboreca supo de dónde emanaba aquel dolor extraño que le hacía crear belleza, aquella tristeza de la desidia procedente de su concepción, decidió empezar a gritar, para que los sordos también lo escuchen, quedó afónico, entonces se hizo jarabe de Paquió, con miel de flores del valle, para limpiar su garganta y seguir dialogando, gritando con sus próximas creaciones.
En la antesala del cielo, ahí en Tucavaca, Choboreca talló huellas de piedras en forma de guajojó como símbolo de sabiduría petrificada, para despertar la sabiduría de quienes se acerquen. También dejó una huella en forma de tortuga gigante, como símbolo de paciencia, para que el habitante que se pierda en sus pampas, goce de tal virtud y eleve su espíritu, mientras sigue caminando, acompañándolo, porque a veces, Choboreca y Tucavaca causaban en sus exploradores, la ilusión de pertenecer allí, y los perdía cuando éstos querían causar crímenes contra sus seres sagrados, en esos momentos Choboreca y Tucavaca sonreían en forma de nubes lluviosas, y les movían el territorio, los dejaban caminar sus intenciones, hasta que las transformen.
Dada la experiencia de Choboreca y Tucavaca, en diálogos con la desidia, la codicia, la mezquindad, ellos olían la carne de cada una de estas intenciones en los exploradores, les daban la oportunidad de transformarlas, pero cuando éstos se resistían al acto de trasmutación energética, entonces les mandaban viento de espinas, o el gato montés llegaba y mondaba lo que quedaba del explorador, del cazador furtivo, así, la bondad de Choboreca y Tucavaca, permitía al alma de estos furtivos, ser liberados del cuerpo, y volverse cuidadores del monte.
Choboreca se pasó la vida buscando la belleza y el amor que su concepción no tuvo, empezaron a llegar habitantes de otra especie a su monte, él no se sintió cómodo, sin embargo, se esmeró en ser buen anfitrión, pero cuando empezaron las flores y árboles a ser arrancadas de sus territorios; Choboreca envió inundaciones, desbordes de los ríos, luego sequías, se expresaba de extremo a extremo.
La ignorancia de los habitantes no entendía que había una herida ahí, mientras más alfabetizados por la iglesia, la escuela y los códigos grecolatinos, más ignorantes de la mente del monte se volvían, así se tornó imposible para Choboreca, comunicarse con estos recién llegados.
Habían días de tranquilidad, de sosiego, de paseos entre las piedras y agua del río, de conversaciones amables, entonces Choboreca escondía su llanto entre las palmeras de totaí, motacú, coco, entre los mangales y cuchis. En esos días, algunos intrépidos exploradores de la historia de Choboreca, de la geografía de su dolor, eran capaces de llegar a la garganta de Choboreca, a las cuevas de sus gargantas, y mirar extasiados su grito aguado, frío, refrescante, eran llamados a sumergirse en esas aguas de dolor y abandono, de condena y rechazo.
Choboreca siempre quiso mostrarse hermoso, trabajaba diariamente para lograrlo, generaciones de estudiantes, de exploradores lo apreciaron; uno de ellos encontró en la cueva el registro de su historia en las piedras, también encontró registros de seres tomados de la mano, sosteniendo la furia del cielo y el infierno. Notaron que ahí está también la historia de la naciente Amazonia, elegida por los jesuitas como el lugar para marchitar a las flores, para apagarlas, mientras ellos levantaban sus sotanas ante la conveniencia del rosario que rezan algunas de sus hijas envueltas en el velo o en la cofia que las silencia en cómplice oración.
Tucabaca, expresó la belleza que Choboreca, el condenao, se esmeró en cultivar, y el mismo Tucavaca, pero su ánimo nunca era estable, siempre se cruzaba por los rieles de su pensamiento alguna de las tantas desidias. Un día cobró venganza a los jesuitas, y los botó de allí, los arrojó con los vientos de su primo Chochís al abismo del bosque, entre los rieles del tren, los hizo desaparecer el mismo día de la inundación, ángeles y demonios los levantaron y se inventaron un santuario, para seguir cantando versiones distintas del dolor de Choboreca y las flores marchitadas por la sotana levantada de los misioneros y las balas disparadas de los militares, junto al rezo silenciador.
La mente del monte tiene memoria, de la chispa del azadón y el machete, del balazo humano en los animales…tarde o temprano, salta la reminiscencia del dolor. Choboreca muere en su propia ignición de ira, en estos últimos tiempos, su llanto no es el agua, su llanto es el fuego, el incendio en el agua, narrando los crímenes de los habitantes en la entraña de las flores, en el vuelo de las abejas, en el tallo de sus árboles, en las semillas de sus frutos.
La desidia de las autoridades centrales y regionales, ante el primer día del grito-fuego del condenao Choboreca abrió la herida completamente, traspasada generación tras generación, cada habitante quiso, a su manera, aplacar el grito-fuego, pausar la combustión, ocultar la herida.
Por momentos el ojo del agua en Tucavaca sanaba la herida, la calmaba, otras veces la hacía gritar de dolor y ese grito dio la vuelta en las pampas hasta llegar a la muela de Chochís, la furia del viento fue contenida por Chochís y explotó en todas las direcciones, no permitió que nadie lea su ruta.
Chochís es el primo hermano más querido de Tucavaca, nacido y alimentado por las inundaciones y desbordes del llanto de Choboreca, un llanto que descarriló varios vagones del tren de la memoria, y aplastó varios cuerpos, una tragedia más, una tragedia menos, en la vida del condenao Choboreca.
Hace años que Choboreca sufre la desidia, el abandono, el desamor. Choboreca tuvo la primera herida de su adolescencia con un cura jesuita, que lo tomó por detrás y por delante. La segunda herida fue con un milico, durante la guerra del chaco, éste lo azotó y lo obligó a dormir con él, a soportar su olor a carne podrida, entre su sangre, entre sus balas y armas, terminó de cómplice, a punta de forcejeos diarios.
La tercera herida fue de Penavagic, el serbio llegado después de los fratricidios en las tierras eslavas, tal sujeto se autonominaba el hijo de Dios que vino de Dora, a dorar las píldoras en el valle, para fertilizarlos, para talar los brazos y piernas de Choboreca. Penavagic llegó a dejarle tajo tras tajo. Sí, el hijo de Dios que vino de Dora, ese es Penavagic, un hacendado nacido de los fratricidios, se asentó en la región, y dejó heridas hondas en los hijos de Choboreca, en Tucavaca, en Chochís, en San Luis, en Totaisales, en Santiagoma, en Santo Corazón, y para completar su endiosamiento, invitó a los colonos de la cocaharina a vivir ahí, para que produzcan su medicina de adrenalina contra las flores que habían retoñado, en la garganta inflamada de Choboreca, que las cultivó, más fuertes y más bellas.
Choboreca está mutando, para sobrevivir a tanto desdén y violencia, dialoga en su dolor, con el volcán latente de aguas calientes, se sumerge en sus ojos de arena y agua hirviendo, ahí calma el dolor de la artrosis que ahora tiene, ahí se baña Choboreca cuando le duelen los huesos y músculos, quiso darse un baño los últimos días, no pudo, había cenizas y humo por doquier, se retiró con el peso del tiempo y la desidia en sus pulmones.
Choboreca marcha en llamas, recordando el tiempo que jugaba a las escondidas, también jugaba botellita envenenada, con sus primas y primos corrían entre los árboles, subían y bajaban serranías, parecía que empezaba a ser feliz, y de pronto un gajo le cortó la rodilla, le abrió la carne, luego el totaí golpeado por la piedra le partío en dos el pulgar, la huella digital de su pulgar es una herida, una más, junto a las huellas de todos sus dedos.
Llegó el hijo de Corona de rocío, y Choboreca se enamoró, el día que lo llevarían de allí, fue abandonado en la orilla del ojo de agua que tiene Tucabaca, entre cerro y cerro, se quedó esperando muchos años, experimentó el desengaño.
Apareció el hijo de Amazonas, y le prometió cuidarlo, lo hizo, lo sigue haciendo, pero Choboreca está muerto hace tiempo, este incendio en el agua es la ira de su dolor, la ira de su llanto concentrada en el fuego, para apagar de sopetón tanta muerte, tanta carne de árbol, carne de piedra, carne de pez, carne de jaguar, carne de tejón, carne de aves, carne de totaí, carne de pitón, carne de mango, carne de guayaba, carne de chirimoya; tanta carne metaforizada ha sido abrasada, para expresar, una vez más, el dolor, la herida siempre abierta del condenao Choboreca, ante la desidia del jesuita, del migrante Penavagic, del gobernante, del habitante mismo.
Esta herida que siempre fue Choboreca, quiso ser una bella lesión para dar lecciones de compasión, para sosegar el desamor, pero ahora Choboreca es un cuerpo incinerado, es una ira que la belleza no pudo aplacar.
Cada ojo de lluvia en Choboreca está hirviendo, no puede mirar su alrededor, está quedando ciego, la ceniza está entrando a sus pulmones, el humo está asentado en sus bronquios. Choboreca se cansó de invitar agua cristalina y dulce a sus exploradores, a los cazadores furtivos, a sus habitantes, ha decidido invitarles sopa de cenizas, mientras llueve barro en la mesa de los gabinetes ministeriales que deciden cómo lucrarán de estas muertes, de estas heridas.
Hay heridas que mueren calcinadas, no hay huellas de las flores del valle, no hay huellas de la herida bella que quiso ser Choboreca, él le pide ahora a la humanidad, que salve su alma de estas llamas, porque el cuerpo que quiso ser, ¡ya no es más!, el condenao Choboreca, solo quiere ser amado.
¿Podrá el fuego en la entraña de las flores, engendrar un nuevo cuerpo para Choboreca?, ¿habrá generación que abrace su dolor con amor y reponga la desidia, los abusos y el abandono al cual estuvo condenado Choboreca?
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Deja tu comentario aquí