Naida Saavedra (Venezuela, 1979) Es escritora de ficción, crítica literaria y docente. Ha publicado Vos no viste que no lloré por vos (El perro y la rana, 2009), Última inocencia (SEd Ebook, 2013), Hábitat (2013) y Vestier y otras miserias (Verbum, 2015). Su ultimo libro de cuentos, Desordenadas fue publicado por SEd en 2019. La investigación de Saavedra aborda los temas de identidad, migración y redes sociales en la literatura latinx contemporánea. En 2019, junto a Amrita Das, editó Ecos urbanos: Literatura contemporánea en español en Estados Unidos, número 15 de la revista Hostos Review. En su libro, #NewLatinoBoom: cartografía de la narrativa en español de EE UU (El BeiSMan PrESs, 2020) Saavedra estudia el movimiento literario en español del siglo XXI propio de Estados Unidos. Vive en Massachusetts, donde es investigadora y profesora de Worcester State University.
Memoria prestada
El semáforo en rojo.
Un flashback que nunca vivió.
Acero oxidado en las manos mientras se trepa a la Bestia. El pelo enmarañado por los días que lleva sin lavarlo. Las medias tan sucias como los zapatos. La garganta seca.
No llueve; eso es bueno. Todavía tiene la cola para amarrarse el pelo. Eso también es bueno. Aún le queda un pedazo de pan. Eso es más que bueno. Agarra la manito que la acompaña y se sienta en pleno metal con el bolso apretado por los muslos. Hay tesoros allí adentro. El número de teléfono de su tía. La foto de su madre.
Un recuerdo que no le pertenece.
La manito es morena, el brazo está requemado por el sol, la manga de camisa roída es azul. No logra percibir la cabeza ni el cuello que la sostiene y que se conecta al brazo requemado y la manito morena. Hasta allí llega la imagen.
La luz intermitente; puede seguir adelante.
-Ay, profe, si no le gusta que le cuente estas cosas está bien. Es que a veces no tengo con quién hablar.
El viento la cachetea, el sol la ciega por instantes. Tiene que evadir las ramas de los árboles de ese tramo traicionero. Ahí se cayeron dos. Los oyó golpearse con el metal. Los oyó gritar hasta que no los oyó más. Siente la manito, allí está; no la suelta ni un segundo. La aprieta.
El semáforo en rojo de nuevo.
Una memoria que no es suya.
El rostro de la madre comienza a dibujarse, pero sin contornos. Solo hay una silueta que a los pocos segundos se desparrama sobre el piso de la sala. Caen las balas. La sangre rueda. Las lágrimas también. Siente la brisa que le hace remolinos en el pelo mientras corre a casa de la abuela a buscar pan y fruta. La manito agarrada. El llanto silente.
-Yo no puedo volver a El Salvador, profe. Allá se murió mi mamá. Si regreso me muero yo también. No me puedo morir, me necesita el chiquito.
El motor se apaga. Las luces también. La llave se acomoda en la mano.
Una remembranza creada por palabras ajenas que le han prestado.
Entra a la casa y abraza a sus hijas. Los ojos llenos de dulzura. Inocencia, alegría, sonrisas. No hay posibilidad de que los flashbacks vengan de su propia historia. Están seguras. Si esa memoria fuera suya, nadie la recordaría porque nadie la habría contado; la manito no tendría piel. No habría durado en la Bestia ni un día, ni con el pan, ni con el acero oxidado.
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