Olga
Slyunko (Blagoveshensk, 1987) Graduada en la Universidad Lingüística de Moscú y
en la Escuela de Drama de Herman Sidakov. Participó en diferentes proyectos de
cine y teatro. Trabajó como escritora creativa en el proyecto “Los Fíxicos” de
la editorial “Umnaya Masha” y participó en la creación de las ideas y el
contenido de los libros para niños. En 2010-2014 trabajó de traductora y
curadora de programas cinemáticos para el Festival de los Cortos de Moscú
“Primera Obra”. Los últimos 4 años reside en Venezuela. En este proyecto es la
traductora de los cuentos al español y compiladora de los cuentos rusos y
latinoamericanos.
TOMA
“Georgito,
¿me puedes restregar la espaldita por favor?” – se oyó una voz coqueta desde el
cuarto de baño medio abierto. Es uno de los primeros recuerdos vivos con ella.
Era una flor exhalando aromas. “¿Esta floreciente mujer es su mamá?” – le
preguntaban asombrados a su hija siempre cansada. Un esposo se ahorcó, el otro
se dio a la bebida, pero ella seguía exhalando aromas. A ella le encantaban las
fiestas ruidosas a la orilla del mar con las ollas y sartenes llenas de pasta
“a la marinara”, pimentones rellenos, plov[1], diferentes ensaladas, panqueques
– siempre había un montón de comida riquísima alrededor de ella, y por supuesto
vodka casero hecho con las cáscaras de mandarinas, -- todo eso acompañado de la
voz ruidosa del hijo adoptivo más querido: Igorechek. “¡Estoy tan borracha que
no llego hasta la casa!» -- se oía desde los olivos silvestres de Crimea que
nunca maduraban. “Amigos, vamos a tomar. ¡Eso nos une tanto!” – balbuceaba Toma
y en su cara fluía una sonrisa juguetona e inocentemente traviesa.
Aquí
está ella celebrando el Año Nuevo, teniendo sólo unos calzoncillos y sostén
puestos, está bailoteando agarrada de las manos con su novio de turno apodado
Rata. Ella es una dama de talla exuberante, él es una rata esquelética. Ella
alza sus brazos frondosos y gira los pétalos de los dedos de un lado a otro.
Toma
bailaba más con el alma que con el cuerpo. El cuerpo era muy voluminoso, con
gran esfuerzo y ahogamiento lo arrastraba hasta el segundo piso del edificio de
cinco pisos de los tiempos de Stalin, donde vivía en este entonces ya sola en
un apartamento de dos cuartos con un balcón. En el pasillo, justo encima de la
puerta de entrada, día y noche funcionaba una radio, que transmitía la voz
querida de Igorek. Así se sentía con más alegría. Y bueno, al fin de cuentas no
afectaba mucho las cuentas de la electricidad, ya que el vecino ayudaba a girar
el medidor en la dirección contraria.
Aquí
estamos otra vez donde la abuela, ella sirvió una mesa grande, congeló
jolodets[2], hizo ensaladitas, destiló vodka casero, prendió con alfileres a la
nuca un moño con sus propios pelos acumulados por años y ahora está luciendo
feliz porque otra vez todo salió bien. “¡Con ánimo para la bola!” – grita ella
con una voz aguda, alza las manos con los puños y los sacude con energía. Parece
que está a punto de lanzarse a la lucha.
Toda
la vida trabajó en una planta de construcción naval y cuando se retiró, se puso
a trabajar de portera en un instituto marino más cercano a la casa. Nosotros
pasábamos “de visita” donde ella, cuando no había nadie en el instituto,
vagábamos por las aulas vacías y larguísimos oscuros pasillos, jugábamos al
escondite en el guardarropas y retozábamos en el patio. Y además cuando la
abuela tenía un turno nos gustaba pasar por su casa y ojear por horas las fotos
viejas de blanco y negro buscando caras conocidas. La veíamos de buena planta,
joven, atlética, con un lunar provocativo en la ceja. (“Me decían: “Ay, esas
piernitas, como si alguien las hubiera tallado en un torno”, – suspiraba ella
de vez en cuando). Nosotras abríamos dos enormes cajones de calzado y medíamos
por turno todo su contenido. Brincábamos en un sofá elegante con un montón de
cojines rojos con dibujos, construíamos con ellos unas barricadas y diferentes
casitas. Abríamos al azar la guía de teléfonos y llamábamos a cualquier número,
diciendo a la gente desconocida diferentes groserías y colgando de inmediato…
Después de nuestras visitas Toma cabeceaba: “Sodoma y Gomorra…”
En
una de esas “incursiones” encontramos un verdadero testamento. Nosotros no
entendíamos para qué servía, pero sabíamos que lo escribían antes de morir. Y
me puse muy triste pensando que todo ese mundo iba a dejar de existir para
siempre. No habrá alegría borracha de sobremesa en los días festivos,
telenovelas latinoamericanas (¡Oh, Rosa Salvaje, Simplemente María y
Manuela[3], cómo suelo extrañarlas en mi adulto estado mental!). No habrán
barquillas deliciosas de crema cocida y cuentos sobre algunas viejas que no le
agradaban para nada: «¡Dios mío, que te cagues y no tengas agua para bañarte!”
Ahora
me queda de ella sólo un anillo de bodas que me dio durante nuestro último
encuentro. Pero en mi corazón ella sigue con su risa aguda, sacudiendo los
puñitos y girando los pétalos de los dedos en la danza exaltada del alma.
[1]
Plov es una especie de paella rusa.
[2]
Jolodetz (en ruso «холодец») es caldo de carne congelado.
[3]
“Rosa Salvaje”, “Simplemente María”, “Manuela” son nombres de telenovelas
latinoamericanas populares en los años 90 en Rusia y Ucrania.
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