LP5 Revista de Literatura y Arte

jueves, 6 de julio de 2023

GABRIELA KIZER: Poesía Actual de Venezuela

 

Gabriela Kizer, (Caracas, Venezuela 1964)

Es licenciada en Letras por la Universidad Central de Venezuela (1986) y magister en Literatura Latinoamericana Contemporánea de la Universidad Simón Bolívar (1993). Es profesora asociada, jubilada de la Escuela de Artes y de la Maestría en Literatura Comparada de la Universidad Central de Venezuela (1993-2021). Ha publicado cinco libros de poemas: Amagos (Monte Ávila Editores, Caracas, 2000), Guayabo (Ediciones Arte Dos Gráfico/Ediciones Esta Tierra de Gracia, Bogotá, 2002), Tribu (La cámara escrita, Caracas, 2011), Pavesa (Ediciones Letra Muerta, Caracas, 2019) y En falso (Visor, Madrid, 2022). Ha publicado también la biografía de Ida Gramcko para la Biblioteca Biográfica Venezolana, «El Nacional» (Caracas, 2010) y Mucho más que un número, biografía de Hedy Katz, sobreviviente de Auschwitz (Libros del Fuego, Caracas, 2019).




PAVESA 
Caracas: Ediciones Letra Muerta, 2019 (Libro escrito a comienzos de la década de los 90).

Amé primero a Judas que a Jesús.
No digáis que fui pérfida;
el canto del gallo siempre exige una traición
                        para afinarse.
*

Lava obsesa su piel
no quiere hacer pulcritud en nada
sólo restriega una pasión
a ver si puede forjarla en la boca
ajena de sí misma.
Toda otra cosa es trampa.
La seducción puede encontrar miradas
hasta en su piedad.

*

Ella confunde voces.
Cree que ha sido trocada por un ciervo,
cree servir a una diosa fiera y virgen.

Quien determina salvarla
habla con cansancio.

La mujer de Magdala acomoda trenzas, lágrimas, destino.
Pesa a un sueño primigenio e inculto
que la inclina a besar el madero.

*
Sólo te dio un nombre para hilvanarte a su sino,
sólo te quitó un nombre.
                                      
Él ha vuelto y ya no anuncia más.
Epifanía muda que rememora tan solo un cumplimiento.
Pasión que se desdice a sí misma como un eco.
Nada más que una imagen         
                                          amánsate el pecho.

Él ha vuelto con el olvido más lúcido de Dios.



AMAGOS
Caracas: Monte Ávila Editores, 2000.

Las golpizas en el patio se acabaron.
El varoncito que dijo: a esa niña no se le pega ni con el pétalo...
tiene ahora cinco varoncitos redondos.

Se cayeron los lazos del pelo
y no hay quien los repita.

Tus amables hazañas murieron en el lavaplatos
un domingo a las tres de la madrugada.

Venga, mi héroe-hembra de papel cortado,
a ver cómo vuelves la espalda al espejo
o taconeas insomne
los olvidos que te acogieron como cantos de cuna.
Qué importa si vives lo dejado por otros,
si algo esencial pasó y no hay estación que lo repita.
Qué importa si calculas en frío todas las batallas,
si es una vaciedad la que contornea los ojos
y ya no perdonas          ni con aquella habilidad
con que te perdonabas a ti misma.

Qué importa si a esto se le llama madurez,
si estás aquí     serena     mirando lo que nunca fuiste 
ni pudiste haber sido,
haciéndote las trenzas con lazos blancos, enormes.

No lloro por ti, por ese viejo retrato.

Tal vez imaginaste formas clandestinas de destino
y a ratos amor: deseos oscilantes entre nubes,
miradas asombradas que lo confunden todo.

No lo sabías.

Que pongan al paso aquellas ganas de tragarse el mundo,
y tragárselo.

No más esta desazón con la que tomas
lúcidamente disipas la existencia.

*
POÉTICA

I

No tiramos nuestro cuerpo por la ventana.
No abrimos huecos en algún pedazo de tierra húmeda
para que nuestros amigos fueran a visitarnos.
No pedimos que nos sembraran flores encima.

Hemos visto caer sobre nosotros la modorra entera del dolor
y ni siquiera podemos decir que lo conocemos.
Hemos tratado de desperezarnos y de agarrar en el aire
una libélula: la flor prensada o podrida dentro del sueño.
Hemos besado su resequedad y sus larvas.
Hemos sentido en el sabor del barro, la mies
y aunque el grano fuese duro, inmasticable,
hemos aprendido a molerlo con los dientes.

¿Pero qué haremos ahora?
¿Qué sombrero le pondremos a esta tristeza de gaucho
solitario y ebrio?, ¿qué llanuras le daremos para que ande?,
¿qué oasis y qué cactus cuando precise recostarse
o apurar las espuelas, el puñal
para atrapar el tono que fuese necesario?

¿Recuerdas? Conocimos a un hombre 
que fingía ataques de epilepsia en distintas esquinas de esta ciudad.
Cada cierto tiempo volvía a ponerse en nuestro camino.
Tirado en alguna acera, 
lo veíamos bañado de sudor, con la mano en el corazón
y nos confundíamos nuevamente con espanto.
¿Y qué haremos ahora?
¿Qué le diremos a este sujeto que nos ha estafado?,
¿qué imagen suya pegaremos en el álbum de cromos superpuestos
para que no se nos confunda la memoria?

Para que no se nos olvide tampoco 
la lentitud de aquel recogedor de latas
que casi de pie y a lo largo de cien segundos
atravesó la avenida principal 
con luz roja para peatones
sin que ningún conductor gritara nada,
sin que ningún nuevo mitólogo afirmara
que así era como Atlas cargaba el mundo.

¿Y qué haremos en este mundo?
Qué cargamento de latas ganará algún valor de cambio
si no hemos caminado hasta el medio de la calle
para cargar y poner a salvo a un gato muerto,
si hemos visto a la amiga auscultar el corazón del animal
y mover el cuerpo, acariciarlo,
con una ternura que nos hizo avergonzar.
¿Y dónde buscaremos la cajita de cartón
en la que pueda caber esta vergüenza,
esa cara de gato atropellado
a la medida de un camión de basura?

No, no seguiremos buscando en el estiércol
la medida exacta de alguna frase inusitada.
No hallaremos nuevos ritmos en la quinta pata del gato
ni imitaremos a los hombres de manos enguantadas
que hay detrás de cada camión de basura.
Rasgaremos nuestras camisas, si hace falta, 
nos sentaremos siete días en el suelo
y guardaremos el más rígido luto por aquello que importa
y que cae y que fracasa siempre.
Pero no quedará enterrado el corazón.
Tampoco lo congelaremos para futuros más desoladores aún
o sorprendentemente magníficos.

De los barcos que pasan,
hemos conocido ya la estela grabada sobre los huesos, 
hemos entendido que nadie nos ha salvado de nacer,
que nadie nos ha salvado de nada.
Pero no seremos los cronistas del desconsuelo.
No lo seremos.

II

Y mientras pasa la tarde
¿vamos sabiendo algo de lo que ya dejamos 
o  estamos dejando todavía?  
Apenas un poco de olor a durazno sobre la jabonera,
la servilleta en medio de las sobras del banquete egipcio.
Y nunca más atardecer al borde del barranco.
Nunca más la abismada y cambiante mirada de los locos
sobre la penúltima suerte del amor.

Pierdan cuidado.
Aquí no se realizará la alabanza
del inmerecido bien que relumbra 
a altísimas horas de la noche.
No se preguntará por su brillo
cuando quede escanciado 
en el piso del cuarto de los trastos.

Loada sea la opacidad de la vieja campana
si es esto lo que hay.
Que canten otros la gloria descompuesta de los días.

De aquí se marcha hoy el que se fue
sencillamente, porque había suficiente café en su taza.
Quedamos los que somos para cumplimentar
los lentos, los tenaces ardores de la estufa
que calentará la sopa de hoy, 
de mañana
y de pasado mañana.

Pero así como los familiares del enfermo
cansados ya de la agonía la prolongan,
así también nosotros defendemos nuestro amor.
Pero quién puede cerrarle la boca al más allá
cuando nos deja sólo objetos que resisten
y si a ver vamos,
alguna razón de peso para desplegar el corazón
como un papiro quemado por los bordes.

Tal vez los críticos tengan en esto la razón:
lo que se escribe no es real,
o tengan las mismas razones para decirlo
que la bella contorsionista del circo
cuando desciende entera sobre el público.
Que luego venga algún equilibrista y diga:
no estuvimos a salvo,
y que los payasos expriman esta frase
como un coleto viejo entre bromas y risas. 

Una inmensa alegría hemos hallado en este mundo.
Un dolor que siempre la aventaja.
Y aunque no hayamos venido a escapar cada mañana
de la espléndida noche que perdimos
o de la página roja, amarillista
en la que se vio malversado nuestro sueño,
cómo golpea el portazo y arde la guadaña
con que la vida nos rebasa.
Lo que se escribe no es real, 
válgame Dios.
Tampoco debieron ser reales
el brindis, las cenizas y las flores que no nos trajeron,
pero ese no es el punto.

Un extrañísimo amor aguarda siempre
al filo de cada emboscada,
cuando la realidad 
con absoluta indiferencia nos abrasa.

Dame un poco de agua.
Dame una canción ahora 
              que ya hemos sido segados.





GUAYABO
Bogotá: Ediciones Arte Dos Gráfico/Ediciones Esta Tierra de Gracia, 2002.  


En una vida
deben escribirse pocos poemas de amor.
Sólo cuando el corazón anuncia algún presentimiento difícil, 
cuando ya no sabemos si en medio de un mal sueño
seremos despertados por un beso
o pasaremos de largo hacia un sueño peor,
sólo ante un minuto que oscila 
es dado escribir algo breve y conciso,
que no salga muy fácil.

Por lo demás
sólo rezamos cuando creemos que estamos a punto de morir,
pero creer ya es algo.

*

VODKA

Que una tarde acabe con lluvia 
y poco espesor de azúcar en la sangre
no es demasiado.

Que uno se reconcilie de pronto 
con el amor peor dejado
y que vuelvan los cuerpos y las voces 
sobre la casa hundida,
sin pretender alzar otra columna 
ni soñar que habitamos otra casa,
es casi como un golpe que hace vida a la vida.

Y henos aquí, 
jugando a que estos besos son los besos de otros,
a que resbalan por la piel y no resfrían el alma.
Henos aquí jugando, 
recorriendo de vuelta el polvoso camino
y poco serios ante la gravedad del asunto
como si la risa viniera de corazones 
ya suficientemente burlados.

Nosotros, 
los que desconocíamos cualquier camino de retorno,
¿qué hemos hecho para venir a dar con el amor al que se vuelve?
¿Dónde estabas mientras yo te enterraba
y enterraba contigo –cavadora egipcia– 
toda la maraña del amor imposible
para que te llevaras tus tesoros al otro mundo?
¿En qué limbo de paciencia aguardabas?

Porque hoy he venido a mirarte largo rato a los ojos
sin sentir la tentación de pedirte
que me sostengas el mundo cuando los pisos se agrieten, 
porque hoy he venido a mirarte 
sin querer que me salves de nada.

Alguna vez confiamos en el tiempo.

Ahora
que tenemos tan poco para postergar, 
que robamos pasión a un tiempo que no es nuestro,
que el portero del edificio me mira con recelo.

Ahora
que el despecho para mí es estar en ascuas
entre el final de un poema 
y el comienzo de otro que se tarda,
como se tarda el amor
y que puede incluso no llegar nunca. 

Ahora
que tantas tardes se han ido sin esperarte
y que he aprendido tan bien a sostener entre las noches
el as de un juego solitario,
que no puedo negar el desierto que habita este corazón 
y lo reclama.

Ahora
que un clavo no saca otro clavo,
el pecho se tranca, de seguro, no le queda otra cosa.

Ha sido hermosa la tarde
aunque tan difícil sea hablar de amor,
aunque sepamos que hay una casa que se levanta sin estructura
y que esa casa es la nuestra.

No te pregunto por lo que haremos otras tardes,
eso lo sé, y voy a ti sin dobleces.
Vuelvo a sacar dos cubos de hielo,
los pongo en un vaso y abro la botella
como quien retoma un gesto detenido por distracción,
como quien no ha dejado una noche de hacerlo.

*

GUAYABO

Cuando niña
de visita a Urama
recogía, abría y revisaba guayabas
para todos,
hasta que un viejo me dijo
que así no se comía la guayaba,
que había que cerrar los ojos
y que si tenía o no tenía gusano era cosa de dios
o de sorpresa en el fruto que saliera con mejor sabor.
Yo seguía las instrucciones
y me comía cada tarde       con las tripas revueltas
todos los gusanos de Urama.

Posiblemente ese haya sido
el primer contacto de mi lengua
con el sabor de la muerte
en los mejores frutos.

Con el tiempo aprendí a hacer mermelada,
a desaparecer el tacto baboso y frío
en el hervor de la hornilla,
aunque siempre sintiéndome cobarde.

Hoy quisiera otorgarte aquel sabor.
Pedirte incluso que no me permitas olvidar
la paciencia o el error
        de aquella niña de diez años
sentada a la sombra cada tarde
y aprendiendo, sin saber, 
    a tragar
tu pedazo de muerte
    y tu pedazo de vida.


TRIBU 
Caracas: La cámara escrita, 2011.


Parte I, fragmento 1

Padre, 
he aquí al orador de orden,
heme aquí, fuera de orden y sin saber orar.
He aquí la artritis del orador de orden,
heme aquí entumeciendo y deformando las líneas trazadas en sus manos
para que no haya gesto que pueda ser posible, para que no haya gesto.
He aquí los guantes en las manos del orador de orden,
henos aquí enajenados en la soltura de sus movimientos 
y en la gracia de sus expresiones, 
aunque sepamos, Padre.

He aquí el coro de lutos antiguos y parsimoniosos,
he aquí la pestilencia que trae nuestra sangre caliente,
he aquí que el único modo que tuvimos de inclinar al espectador 
sobre el abismo de la escena 
fue arrojándonos a él.

He aquí el hambre del abismo bajo las tablas de la escena.
He aquí el abismo, 
heme aquí, a veces inapetente o padeciendo de hartura
como un muchacho pálido y enfermo, 
como un muchacho enfermo, Padre, enfermo.

He aquí la ceguera del bardo, su melodía incipiente.
He aquí el miedo de la muchacha que hará soplar el viento,
heme aquí convirtiendo sus ojos en acero para los héroes, para el verdugo.

Padre, 
he aquí a la gente que no fue a escuchar al orador de orden,
henos aquí en nuestras cocinas blasfemando
porque hoy será quemada la bruja que tiene maldito este lugar, 
la bruja que asusta a los niños hombres por las noches,
la única habitante del pueblo que sabe rezar, pero le faltan dientes y es bruja.
Henos aquí sobre nuestros calderos 
sin saber si usar sapos o ranas para el susto de esta noche.
Henos aquí, Padre, para la carcajada.

Ja. He aquí la risilla pueril de quien ya no puede ni asustarse.
He aquí lo que no convence de esta dentadura postiza.
Porque nuestra raza no habrá de tener dientes, 
fue lo que dijeron en la primera conseja.
Y no me pasaron las alquimias 
ni me dieron a guardar el ácido de las pociones disolventes
ni me enseñaron más que la inutilidad de la cola del lagarto.
Y heme aquí, Padre, sin saber hacer casitas de chocolate y leche
ni jaulas para tantear el espesor de mi bocado.
Heme aquí, ¿no me he presentado?
He aquí a la que escapa del fuego por la inutilidad de la cola del lagarto, 
heme aquí montada en el miedo que no tienen, en la risa de su farsa 
que es mi escoba, la divina comedia de esta quema 
realizada mil veces en este mismo lugar.

¿Acaso ya no hay héroes? ¿Mujeres histéricas y alucinadas?
¿Alguna santa que quiera suplantarme?
¡Ah! ¿Qué otro martirio forjaréis para la bruja terrible de este pueblo?
 Os saldréis con la vuestra.

Heme aquí, Padre, sin lengua para presentarte respetos,
yo, la que jamás ha reído, orgullosa verruga sin una mísera maldición a mano 
y ni siquiera dispuesta a arder, heme aquí.

Padre,
he aquí al sastre laborioso de estas horas,
heme aquí tomándole medidas al eco de la carcajada
que se convierte en llanto, que se convierte en risa, que se convierte en eco.
Heme aquí atravesado de alfileres como un muñequito de mala magia
escondido en algún cajón de la antigua máquina de costura 
que ya no anuda sino que parte los hilos 
y deshace los ruedos 
y no puede.




EN FALSO
Madrid: Editorial Visor, 2022.

CAÍDA


La herida, sí, la herida.
La caída de los patines,
no del paraíso.
Y el olor a alcohol, insoportable.

Sople, por favor sople.

Deme el instante que sucede al desmayo,
la calle apareciendo en su lugar,
la costra incipiente, el sobresalto
de mi rodilla ardiendo,
de mi rodilla pelada frente a Dios.

Por favor, sople, sople.

*

VECINDAD 


Hace un par de semanas, una tarde de lluvia,
murió nuestro vecino Carlos Consigliere.

No conocíamos su nombre.
Era tan sólo el vecino del 62.
Reparaba con frecuencia un Renault viejo.
Registraba sus pulsaciones.

En la misa del jueves un niño ha preguntado
si en el cielo hay cementerio,
si el muerto cogió por el río para llegar al cielo.

Yo sólo di el pésame a la viuda, mi vecina del 62.
Era otra tarde triste.
Acaso conversaba con Dios.
Como ahora que trasvaso la calatea
                                  precaria y misteriosa
para hacerla permeable a la tierra nueva,
llena de minerales, supongo.

Bella, le digo, a cada cara de sus hojas
y a la flor que no exhibe
mientras se va cerrando noche a noche,
morada, sobre sí.

A su lado, el malabar se dispone a la visita
de artrópodos y coleópteros y ácaros y ciempiés.
Sus hojas amanecen mordidas,
no madura la flor.
Como si no le bastara la oración
        cada vez más triste
de la viuda de Carlos Consigliere,
nuestro vecino del 62,
muerto de infarto.

*

CHANEL

Es necesario un patrón lo más exacto posible, tres metros de mezclilla, seda, pana, gabardina o poliéster y un hilo que pueda camuflarse o combinar con el color de la tela. Según los entendidos, hay que tomar con precisión las medidas de la pierna interior —desde la ingle hasta el tobillo—, la circunferencia de las caderas, el grueso del muslo, la pretina, la cremallera o la bragueta, el dobladillo. Resulta crucial la manera de plegar dos veces la tela hacia adentro y coser desde adentro los pespuntes. Con cierta práctica, hasta el principiante menos aplicado podría confeccionar un accesorio como el bolsillo para guardar artículos personales de poco peso.
Antes de ver en ellos algo más que una prenda, Coco Chanel había aprendido a coser, a planchar y a bordar a mano en el Orfanato de la Congregación del Santo Corazón de María, donde sólo ansiaba ser amada y quitarse la vida. Aunque pensaba que la moda estaba en el cielo, en la calle y en las ideas, cortaba la tela sobre modelos de carne y hueso. No le importaba deshacer el diseño dieciséis veces. Consumida por el reumatismo y la artritis, no dejó ni un momento, con su cigarrillo entre los dientes, de poner alfileres. Sentía aversión por Hollywood. Decía que una pared no se transforma en puerta ni una mujer con pantalón en hombre apuesto.
Marilyn Monroe adoraba los pantalones de tiro alto y vivir en un mundo de hombres, pero ni con unas gotas de Chanel Nº 5 conciliaba el sueño. Tenía una risa loca. Había aprendido a maquillarse en el Orfanato de Los Ángeles. Sentía aversión por Hollywood. Sólo quería ser maravillosa.

*

COTA MIL

Todo se iniciaba en secreto.
Vicente Gerbasi


Aunque a mis ojos de pocos años
la visión de la Cota Mil
—¿desde el borde nebuloso de un balcón,
en un retrato? —
les impuso la inquietud del infinito,
el terror de que los padres se perdieran,
luego amé remontarla algún fin de semana.

Claro que vi antes mares y montañas,
pero mi primera revelación
fue de cemento.

En el asiento trasero
de un Pontiac Parisienne del 67
yo conocí la belleza de los atardeceres,
la gratitud por el paseo hacia ninguna parte,
la melancolía
y la paz.






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