martes, 22 de septiembre de 2009

Sobre Miguel Márquez. Por Daniela Saidman




Miguel Márquez: memorias
Daniela Saidman


“Naufragar / es sólo esto: / callarse”.
Otea la memoria. Sus ojos se pasean por los paisajes recopilados en los dedos. Se interroga. Se mira, mirándonos. Está allí. Él y todas sus voces. Y estas páginas que vienen a pronunciarnos con el sabor del café recién colado y la mañana inaugurada de sombras.

Miguel Márquez (Caracas, 1955) tantea los espacios, viene, va, con la palabra a cuestas, creando el mundo que nace y se rehace en cada imagen que podamos enunciar. Nos lega La memoria y el anzuelo, para asirnos a la realidad y sus aristas, sus miradas múltiples y todos los sueños y todas las ganas que caben en ella. “El alma / está de noche y la luna / redonda está allá arriba / y sola / sin saber / que un cangrejo la mira, / le sigue el paso / durante horas”.

Publicado por la Editorial El Perro y La Rana, en la colección Poesía Venezolana, en 2006, La memoria y el anzuelo es una antología poética que recoge en su seno diferentes etapas y publicaciones del autor, “con la particularidad que no se limitan a un orden cronológico o bibliográfico, sino que están organizados como las piezas de ajedrez de un tablero cuyas variantes se presentan en el tiempo de acuerdo a las decisiones y estrategias que asumimos y trazamos en un momento determinado”, refiere el poeta en la nota introductoria.

Tiempos, imágenes, memoria hecha verso, andante, humana, en su humedad y en sus giros. Movimiento, vida y adiós. El poema es el abismo, la cima, la gracia, la magia, la vida con que el poeta enumera los minutos vividos y por vivir. El poema es la respiración y el último aliento.

“Aquella conversación / que hacía del mundo, hasta de las más modesta / de sus cacerolas, una ocasión / para que espigara el lujo, / echara flores como el viento, / hoy rueda calle abajo / como una hoja de periódico”.

Germina en la página la mirada próxima y ajena. El verso propio, el impropio y del otro. Poema que alza la mirada y la voz, y se encuentra y se pierde en la noche de un mar sin espuma. Miguel Márquez, desnudo de máscaras se sabe aguas y sudores, grano de arena y anzuelo con el que atrapar los días que siempre terminan por huir.

“En la disolución del mundo / que a cada instante agoniza, / estoy solo, nuevamente solo / como tú, como él, como cualquiera”.

Y también lo amado y por amar, o sus contrarios, afloran en La Memoria y el Anzuelo. El poeta, hombre como cualquiera, como todos, seduce y se deja seducir por la caricia y el abandono. El poeta, titiritero de las estrellas y las ganas, traduce en el papel cada humana conmoción, cada lágrima y cada goce, y nos la entrega convertida en canción para el futuro.

“Sé como el sol / que es maniático / y relincha de gusto / al aceitar sus crines / Haz que florezca / el cuerpo, el claro / deseo de vivir; / de amanecer entre algas. Sé un río / de rápidos peces, / la mano / que hace girar / la tierra. / Que tu piel / sea la raíz / de los helechos / Ítaca / la tierra prometida”

Al final el poema define al hombre, a su capacidad infinita de creación, de sentirse vivo en el otro, en la prolongación de la historia y de los sueños. El poema es la palabra que aunque no salve el mundo, lo devela, lo intuye, lo crece, lo abona. El poeta es el asombro de saberse canto y saberse grito, gemido y susurro, pleno y único en cada otro u otra que se asoma a sus rendijas.

“En voz baja, / cuando nadie los piensa, /surgen / (…) / El relámpago del amor los estremece / y brota de la tierra un árbol. / (…) / Surgen los poemas en voz baja, / cuando nadie los piensa / y nadie tampoco los merece”. (En voz baja, fragmento)




sábado, 19 de septiembre de 2009

Sobre Tríptico de la indignación. Por Daniela Saidman

















Colombia: Tríptico de la indignación
Por Daniela Saidman


“El prisionero / sólo tiene para protestar / su propio cuerpo”, versos de Fernando Vargas que definen una poética de la resistencia, en una Colombia llena de matices y de aristas, de sueños y de sangres sembradas en la tierra.
Tres poetas colombianos, Fernando Vargas, Darién Giraldo y Fernando Cely se encuentran en las páginas de Tríptico de la Indignación, publicado por el Proyecto Editorial Independiente Isla Negra, en el marco de la Feria Internacional y Popular del Libro, Colombia 2009.
Se trata de recuperar la memoria para abrir la senda de un mañana que no sólo es posible sino imprescindible, se trata de construir colectivamente una visión del mundo que debe necesariamente tener en cuenta el dolor venido de décadas de barbarie y asombro, porque en Colombia la vida se volvió un acontecimiento extraordinario. Sobrevivir es el signo de los muchos que nada tienen y pasan los días deambulando los impuestos silencios. El lenguaje que no tiene nada de inocente sigue llamando desplazados a los refugiados de una guerra en la que el inocente paga con hambre, miedo y destierro, de ahí que nace una poética capaz de nombrar con voz propia la vida y sus sombras a cuestas.
“He inventado un país de cuerpo derrochado, / de dinamita mojada por el tiempo, / por la lágrima mortal de los desheredados. / Un país que detenta sus misterios / con golpes de instante e imágenes de victoria, / un país que nace y respira / al compás de una brújula que no marca el Norte”
(Fernando Vargas, Épica del desheredado, fragmento)
Y es que la palabra poética pronuncia el mundo y sus realidades, se adueña de los ecos para hacerlos grito, para echarnos en cara todo el dolor que callamos y vendemos, todo lo que pensamos que no nos pasa, porque les pasa a otros. Como si el dolor ajeno, no fuera también nuestra propia derrota. Así, los versos de Fernando Cely narran el odio anidado en los hijos que no alcanzaron a nacer, huérfanos de vientres, desnutridos de amores y esperanzas. “Pero estoy aquí / para gritar / de frontera a frontera / de trinchera a trinchera / lo que la palabra reclama / con poesía o sin ella”.
Palabra justa, honesta, decantada de poses. Poetas que sabiéndose las heridas abiertas encuentran en los versos un estandarte para enumerar las ausencias. Esta poesía colombiana, tan americana, tan nuestra, dibuja los surcos de la vida que es, la que pasa con los ojos en las trastiendas del alma.
“Quiero encontrar un verso / que detenga las balas / que inundaron de muerte / aceras y veredas, / las lágrimas perdidas / de madres desmembradas / y huérfanos sonámbulos. / Quiero encontrar un verso / para iniciar un capítulo nuevo / en nuestra historia”
(Fernando Cely, Urabá, fragmento)
Vienen y van, estas y otras muertes, estas y otras vidas, mientras los poetas no callan la ira, sino que la izan en los mástiles y en las hojas, para que no sean olvido, sino memoria de la tierra, de los olvidados y de los vencidos. Estos versos de hoy, que saben a café, a selva y a flor marchita tienden puentes de encuentro, para abrazarnos las dudas y anudarnos las ganas. Saben, sabiéndonos mudos y por eso estallan desde las esquinas del silencio.
“Madre: / Mira los muertos sobre las flores / míralos desnudos en la danza / en el rito del tiempo / bajo el empeine desolado de esta tierra / que va quedando sola”
(Darién Giraldo, fragmento)
Dejo aquí estos versos y estos poetas, vecinos a los sueños. Son ellos los que agitan las banderas y sin vientos nortes van amainando las balas y las babas con que el odio detiene la respiración del próximo prójimo a desmembrar. Son ellos y otros ellos los que andan soñando más y mejores mañanas, a ellos siempre la bienvenida.



lunes, 7 de septiembre de 2009

Las Ciudades Imaginarias Por Claudio Daniel



Las ciudades imaginarias
Por Claudio Daniel

Traducción al español por Gladys Mendía


El escritor argentino Jorge Luis Borges imaginó una ciudad construida en el desierto africano, habitada por inmortales reducidos a la condición de trogloditas que se alimentaban de carne de serpiente. Marco Flaminio Rufo, tribuno romano y narrador de la historia, cuenta su convivencia con esa extraña tribu y la amistad que tuvo con uno de sus integrantes, el poeta griego Homero, condenado a la inmortalidad y a una existencia casi animalesca después de beber de las aguas de un misterioso río guardado por las murallas de la ciudad sin nombre. Borges describe la arquitectura del lugar de modo sucinto, mencionando pirámides, plazas, templos y torres, deteniéndose más en la descripción del laberinto: “había nueve puertas en aquel sótano y ocho daban hacia un laberinto que falazmente desembocaba en la misma cámara; la novena (a través de otro laberinto) daba hacia una segunda cámara circular igual a la primera. Ignoro el número total de cámaras; mi desventura y mi ansiedad las multiplican”. En esa ciudad de piedra, que parecía “anterior a los hombres, anterior a la tierra” y construida por dioses “que estaban locos” no había cualquier actividad económica o política y los hombres, convertidos en fieras, desprovistos de lenguaje y de la noción de tiempo, se dedicaban a la mera supervivencia. Este cuento, El Inmortal, fue incluido en el libro El Aleph, publicado en 1949, y puede ser leído como una fábula moral y metafísica que mezcla erudición e ironía para abordar la soledad humana, la necesidad de la muerte y del olvido.

La ficción de Borges es un marco en la literatura latinoamericana, y en especial en la tradición de los relatos de ciudades y mundos inventados (tema que él desenvolvió en diversas historias, como Tlon, Uqbar, Orbis Tertius). Una obra notable en ese género es Pedro Páramo (1955), del mexicano Juan Rulfo, cuya acción pasa en la ciudad abandonada de Comala, un poblado rural situado próximo a las montañas; leyendo esa novela inusitada, quedamos sabiendo que el municipio posee un río, una iglesia, un área urbanizada donde quedan las casas y nada más. El autor hace poquísimas alusiones a escenarios y ambientes en esta novela que es una sucesión de monólogos y diálogos en que personajes muertos narran sin orden cronológico lineal, diferentes episodios de la vida de Pedro Páramo, cuyo fallecimiento anticipa la extinción de la propia ciudad. Cien años de soledad (1967), del colombiano Gabriel García Márquez, obra bien conocida por los lectores brasileños, también hace una breve descripción de Macondo, “una aldea de veinte casas de barro y bambú, construidas a la margen de un río de aguas diáfanas que se precipitaban por un lecho de piedras pulidas, blancas y enormes como huevos prehistóricos”. Macondo fue inspirada en la ciudad de Aracataca, donde el autor vivió su infancia, y en lengua bantu la palabra significa “banana” (no por casualidad, una de las actividades económicas referidas en Cien años de soledad es justamente el cultivo de la banana).

El uruguayo Juan Carlos Onetti, a su vez, es más generoso en la descripción de Santa María, ciudad portuaria que aparece en varios de sus cuentos y novelas, como La vida breve (1950). Leyendo este libro fascinante, encontramos referencias al astillero, al mercado, al cementerio, a un hotel, bares, restaurantes, plazas y prostíbulos por donde circula Juan María Brausen, personaje atormentado por la monotonía, angustia y degradación de la vida cotidiana. La ciudad mitológica creada por Onetti, no menos perturbadora que la Comala de Rulfo o la Macondo de García Márquez, instiga la curiosidad de los lectores, que pueden preguntarse: “¿Cómo el escritor concibió esa ciudad? ¿Desenvolvió un plan previo, antes de comenzar a escribir?” Respondiendo a una entrevista para la Revista Bula, poco antes de su fallecimiento, en 1994, el escritor uruguayo declaró: “una vez hice un plano de Santa María con un amigo, mas era sólo para mover mejor los personajes. Yo lo perdí cuando me mudé de Buenos Aires. A mí, se me ocurre escribir un libro, ya tiene su lugar en Santa María. Sin embargo, nunca me propuse desenvolver un plan. O sea: nunca quise escribir una saga. Eso es ya un propósito, y yo no podría escribir con propósitos”.

El escritor mexicano David Toscana, que publicó en 1998 la novela Santa María del Circo (cuyo título es una referencia paródica a la ciudad mítica de Onetti), adoptó una estrategia creativa bien distinta: “imaginé lo mínimo que una ciudad pudiera tener en México: plaza, iglesia y algunas pocas casas. La imaginación me sugirió después que en la plaza debía existir una estatua de un héroe desconocido. Me pregunté a mí mismo si quería algún otro edificio como escuela, hospital, algún comercio o fábrica, y dije que no. Preferí mantener todo lo más simple posible. En la primera novela me ocupé de una ciudad que al final quedó abandonada; ahora quise el proceso inverso: una ciudad abandonada es poblada”, me afirmó en una entrevista realizada por email. La novela de Toscana cuenta la historia de un grupo de artistas circenses que, al llegar a una ciudad desierta, similar a Comala, deciden permanecer allí y fundar una nueva comunidad, bautizada como Santa María del Circo. La troupe es compuesta por figuras bizarras como Barbarela, la mujer barbada; Natanael, el enano; Hércules, el hombre fuerte; Mandrake, el mago; Fléxor, el contorcionista, y Balo, el hombre-bala, que deciden escoger nuevos oficios, más útiles a la construcción del nuevo mundo. Siendo así, cada miembro del grupo escribe en pedazos de papel las ocupaciones que juzga esenciales, que después son mezcladas en el sombrero de copa del mago y sorteados. Barbarela se torna médico; Balo, general; Natanael, padre, y Hércules, prostituta. Lo bizarro de la escena es relativizada por el autor, para quien la suerte “es lo que define casi todas las vidas. Son muy pocos los que deciden. Abrir un papelito del sombrero de un mago y abrir las páginas del diario para buscar trabajo son cosas muy parecidas. (…) la suerte hace con que un taxista dirija un taxi, puesto que cuando niño no decía “cuando crezca quiero ser un taxista” y al final la vida se parece un poco con el circo. Pensemos por ejemplo en la política; ahí tenemos, payasos, prestidigitadores, magos, perros danzantes, equilibristas, domadores, malabaristas y un enorme público que paga muy caro por la entrada, aunque el espectáculo sea pésimo”.

El fracaso de Santa María del Circo es inevitable, por la escasez de recursos del poblado y por la inviabilidad de cualquier acción productiva; después de innumerables peripecias, similares a farsas circences, los artistas resuelven abandonar la ciudad, acompañando la caravana de otra compañía que pasaba por el local. El dueño del circo, Don Estevan, sin embargo, se niega a llevar al enano, la mujer barbada y al hombre fuerte, que son abandonados a su propia suerte. Santa María del Circo, así como las ciudades creadas por Borges, Onetti, Márquez y Rulfo, puede ser entendida como una trágica alegoría de la América Latina, que en el decir de Toscana “excluye a la mayoría de sus habitantes”: la condición dolorosa vivida por los artistas abandonados en el desierto no es distante de la nuestra, que también sufrimos en un mundo bizarro.



Claudio Daniel, pseudónimo de Claudio Alexandre de Barros Teixeira, es poeta, traductor y ensayista. Maestría en Literatura Portuguesa por la Universidad de São Paulo (USP). Publicó, entre otros títulos, los libros de poesía Sutra (1992), Yumê (1999), A sombra do leopardo (2001, premio Redescoberta da Literatura Brasileira, ofrecido por la revista CULT), Figuras Metálicas (2005) y Fera Bifronte (2009), que recibió la beca de creación literaria de Funarte en 2008. En el campo de la ficción, publicó el libro de cuentos Romanceiro de Dona Virgo (2004). Es editor de la revista de poesia y debates Zunái (www.revistazunai.com) y organizó festivales y eventos literarios, entre ellos Tordesilhas, Festival Ibero-Americano de Poesía, realizado en São Paulo en 2007, y Artimanhas Poéticas, realizado en Rio de Janeiro en 2009. Como traductor, publicó la antología Jardim de camaleões, a poesia neobarroca na América Latina (2004), además de libros del poeta argentino Reynaldo Jiménez, del uruguayo Victor Sosa y del cubano José Kozer, entre otros. En 2005, lanzó la antología Ovi-Sungo, 13 Poetas de Angola. Claudio Daniel dicta aulas de creación literaria en diversos espacios culturales, dentro del proyecto del Laboratorio de Creación Poética (http://labcripoe.blogspot.com/).

Curriculum lattes: : http://lattes.cnpq.br/9563812088153403
Blog: http://cantarapeledelontra.blogspot.com