Gunter
Silva (Lima, 1977), autor de la colección de cuentos
Crónicas de Londres (Lima, 2012) y Homesick (Miami, 2013). Estudió en la
facultad de Derecho y Ciencias Políticas de la Universidad Santa María La
Católica. Además, obtuvo un BA en Artes y Humanidades. Actualmente, cursa un MA
en Literatura y Creatividad Literaria en la University of Westminster. Ha
colaborado en diversas revistas literarias y culturales. Sus cuentos han
aparecido en diferentes antologías e idiomas. Reside en Londres.
Los adversarios del Apocalipsis
A
Juan Manuel Gonzales Polar, alias Muela.
Apocalipsis
los ha derrotado a todos, lleva una máscara negra con el dibujo de una pantera
pintada en plata, nadie ha visto su rostro, solo brotan sus ojos negros, la
comisura de sus labios y sus fosas nasales llenas de hirsutas cerdas
descoloridas. Camina despacio como si en vez de pesados músculos estaría
cargando elefantes. Sin embargo, en el cuadrilátero se mueve veloz como una
bestia carnívora al acecho de su presa.
"Campeonato
Crucero", dice el afiche amarillento que Pepe lee en la pared. En letras
mayúsculas está escrito: lugar, fecha, hora, además de talla y peso de
Apocalipsis. Pepe no se detiene en estos últimos datos, le basta ver la foto
del luchador, tatuado y con un par de chuzos en el abdomen. La leyenda dice que
fue cortado en una refriega en sus años de interno en Maranguita, donde estuvo
encerrado por violación. Ofrecen quince mil soles a quien se enfrente y lo
venza.
–La
lucha libre en Lima –Pepe le explica a su hermano mayor– se ha convertido en un
gran negocio ilegal, gracias a las apuestas que hacen los narcos. Circula
bastante billete.
El
negro lo escucha distante, respira por la boca como un burro cansado. Es grande
y fuerte, solían hacer pesas juntos después del trabajo. El verano limeño le
dibuja gotas de sudor en la frente, tiene el cabello afro, como resortes que se
disparan a todos lados.
—¿Cómo
te has enterado?—le pregunta.
—Lo
leí en un afiche pegado en un poste de luz.
—¿Estás
seguro de que son quince mil?
—Sí.
―¿Cocos?
―No,
lucas.
―¿Estará
arreglado?
―No
creo, la lucha no es un concurso literario.
Pepe
es pequeño y alegre, en cambio el Negro es majestuoso y grave. No conocen a sus
padres, pero los une la misma madre, una mujer que se envejece cada día, cada
minuto, cada segundo. Le han detectado cáncer de mama. El doctor le dijo que si
hubiese acudido al hospital la primera vez que sintió un bulto extraño en sus
senos, otro sería el panorama ahora. Ella piensa que las células que la atacan
son como las manchas negras que le salen a los plátanos maduros. Una vez que
aparecen, la fruta está destinada a ennegrecer, a podrirse.
"No",
contesta el Negro, cuando su hermano le cuenta que quiere inscribirse para
retar a Apocalipsis. Lleva consigo una revista, Deporte y Lucha, que se la
extiende al Negro y en cuya portada se lee: "Apocalipsis el Grande e
Invencible, tres años campeón consecutivo". En la fotografía posa tensando
sus músculos, como si hubiese sido alentado a atemorizar a los lectores de esa
revista artesanal, casi clandestina. Sus pechos son dos piedras voluminosas
esculpidas como petroglíficos incas. El Negro no comenta, se queda callado, se
miran el uno al otro tratando de adivinar sus pensamientos.
—Yo
me enfrentaré —dice finalmente el Negro.
—¿Seguro?
—Sí,
con un poco de entrenamiento estoy. A ti te tomaría seis meses conseguir su
peso.
—Habrán
varios retadores.
—Claro,
pero muy pocos con la oportunidad de ganar —dice el Negro mordiéndose las uñas
y luego añade —: ¿Se paga alguna inscripción?
—Son
diez lucas.
—En
dos semanas entonces —concluye y le alcanza un billete viejo y arrugado.
Quedan
cinco días para el torneo. La vida del Negro solo consiste en la lucha libre,
el ejercicio y la meditación. Ha dejado de alquilar el coche, un Chevrolet
corsa destartalado con el que hacía taxi. El único combustible en su vida es su
comida, nada más. Se despierta a las cuatro de la mañana y corre dos horas, en
las tardes va al gimnasio que su municipalidad ha instalado al aire libre, muy
cerca del mar, donde hace una cantidad colosal de barras, planchas, flexiones y
salta en línea recta y aterriza sobre una sola pierna con la rodilla arqueada
mientras la gente camina por la arena o se tumba a tomar el sol. Después de
sudar se mete al mar y nada cruzando varios tumbos hasta que desaparece de la
vista de los bañistas.
Por
las noches pelea en total secreto y en total silencio con su hermano. En su
habitación solo les alumbra una lamparilla con luz azafranada, cuando el
espacio se llena de sudor abren las ventanas y se quedan tirados en el piso de
cemento.
En
el bolsillo lleva dos inscripciones de cartulina naranja. Pepe no sabe bien por
qué se inscribió también en el torneo. Ahora que ya lo hizo, le da vergüenza
contarle al Negro. Si se lo dijera, sería como decirle que no tiene confianza
en su destreza de luchador, en su físico, en su coraje. Por la mañana le estuvo
leyendo un artículo que apareció en El Bocón, un periódico chicha, sobre
Apocalipsis. "Deja de leer, la mitad de lo que escriben no tiene sentido,
la otra mitad es una tontería", le contestó el Negro. No parecía nervioso,
pero frotaba su tazón de avena constantemente con las yemas de sus dedos. Pepe
se quedó ojeando los anuncios de putas baratas, chulos charlatanes y chamanes
selváticos, que conquistaban desafiantes, atrevidos, la sección de deportes.
Al
día siguiente, Pepe se contactó con Electroshock gracias a un conocido, la
gente decía que era el luchador que más cerca había estado de derrotar al
Apocalipsis. Vivía por Barrios Altos, le tomó casi una hora en llegar montado
en la línea de bus 41. En el restaurante en que se citaron, Pepe comió un sándwich
de chancho con cebolla picada y ají mientras esperaba. La carne estaba rígida
como un saludo nazi y el café le sirvieron casi frío en un vaso de plástico
desechable.
Cuando
Electroshock llegó, las luces del sol zumbaban a través de los cristales. Bajó
la cabeza al pasar por la puerta y una vez adentro se quitó la gorra de
béisbol. Era seis dedos más alto que Pepe, sin embargo, parecía un
sobreviviente. Había bebido durante dos años y ahora estaba limpio cinco meses.
Pidió una soda y la tomó del pico, sus nudillos eran bruscos y su voz bronca.
Eructó y luego sonrió. Pepe pudo fijarse en la herradura maltratada que le
cubría los dientes de la fila inferior. Dijo que estaba arrojando trozos de
madera en la sierra, cerca de Tarma, venía a Lima dos veces por semana a vender
los tablones de pino y eucalipto. Llevaba la ropa llena de aserrín y un par de
astillas colgaban de su cabello. Cuando Pepe preguntó por el Apocalipsis, hubo
un breve silencio.
—No
recuerdo nada —dijo impaciente.
Después,
levantó la mano izquierda y se la mostró, parecía sostener un trofeo
imaginario. Pepe se limitó a observar su mano deformada por la ausencia de
dedos.
—No
tengo ni idea de cuántos dedos perdí en esa pelea. Sólo recuerdo el dolor, era
como una entidad independiente que corría por mis venas.
—¿
Aprendiste algo de esa experiencia? —Preguntó Pepe.
Electroshock
no dijo nada, sólo esbozó una sonrisa triste.
El
día de la bronca, Lima parece una puñetera piñata a punto de pulverizarse. En
el camerino el Negro está sentado en una banca de madera, reza en silencio, ha
prendido una vela misionera y el fuego quema con fuerza la cera, la luz
vacilante de la vela agranda los poros en ruina de las paredes, resaltan los
pedazos de pintura que se desprenden quebradas como hojas de otoño.
Pepe
lo mira desde la puerta, se queda así un buen rato, luego entra y le pone la
mano derecha sobre la espalda desnuda, siente su cuerpo formado de músculos
tensos, su piel está fría y húmeda.
—Si
vuelves hacer algo así de nuevo, te mato —le dice el Negro mientras se sacude
el hombro. La mano de Pepe cae al vacío, le susurra unas palabras de aliento y
se retira. Al rato, el Negro se siente mal, nunca le ha hablado así a su
hermano menor. Se arrepiente, quiere disculparse, quiere abrazarlo, pero ya la
puerta está cerrada y rígida como sus puños.
La
arena huele bastante desagradable, a vaho, a orines. Por el altavoz alguien
dice que las entradas están liquidadas con voz eufórica y metálica. La multitud
agita el aire con silbidos de manifestación. Apocalipsis ya se encuentra en la
esquina opuesta del ring, tuerce su torso de lado a lado, se ve imponente,
parece más grande que en sus fotos. Pepe piensa que la máscara que lleva lo
hace ver misterioso y malvado. El Negro sube y espera parado en la otra esquina,
no usa máscara, pero se ha cortado el cabello al ras y se ve exageradamente
achiquillado, con cara de bebé. "Si al menos se hubiese dejado crecer los
bigotes", piensa Pepe, mientras se seca el sudor de las manos en su
vaquero envejecido y sucio.
La
campana repica, y en el acto Apocalipsis lo toma del brazo derecho y lo lanza
contra las cuerdas y antes de que el Negro pueda reaccionar le hace un candado
que lo tumba a la lona. El árbitro los separa y la multitud grita el nombre de
Apocalipsis. El Negro retorna al centro del cuadrilátero y su brazo traza un
circulo en el aire, se adelanta y le hace una abrazadera, pero Apocalipsis se
zafa rápidamente y le hace una llave al cuello, después le golpea la cabeza
contra la lona. El Negro sufre y se retuerce hasta que se escabulle de las
manos de Apocalipsis, intenta una media nelson, pero Apocalipsis le golpea en
el hombro y lo vuelve a echar hacia la lona. Cuando el Negro intenta levantarse
una patada voladora, lo vuelve a dejar tendido por unos instantes. El árbitro
se interpone entre ambos luchadores y el público vocifera, se mezclan insultos
y silbidos. El Negro tirado en el suelo se ve impotente, pero se levanta lenta
y mecánicamente.
"¡Apocalipsis!...
¡Apocalipsis!... ¡Apocalipsis!", grita la tribuna y alienta y festeja.
El
Negro intenta agarrarlo de la garganta, pero Apocalipsis lo jala violentamente
hacia él, su cuerpo parece dispersarse en el entorno como pequeñas piezas de
rompecabezas. La multitud grita efervescente desde alguna esquina, pero al Negro
no le importa o ha dejado de advertirlo. Cuando Apocalipsis lo ve doblado,
aprovecha para agarrarlo de la cintura, lo levanta en el aire y lo deja
descender desde lo alto. El negro cae de cabeza y el cuello se quiebra, los
espectadores callan y por unos segundos no se oye ni el ruido de una mosca.
"¡Negro
Cobarde! ¡Negro maricón!", grita una hombre desde la platea con voz de
cuervo.
Pepe
se lleva la mano a la boca, se levanta de su butaca y desde lo alto mira como
un hilo de sangre brota del oído izquierdo del Negro y tiñe la lona y la
atmósfera de una pesadumbre roja. El cuerpo del Negro no se moverá más, hay un
agitación violenta e involuntaria en el público, un ruido como murmullo de río
caudaloso. Sin embargo, Pepe oye los comentarios que suben desde el
cuadrilátero como olas de mar embravecido: "No tiene pulso".
"La
velocidad gana a la fuerza –se dice Pepe a sí mismo–. Mientras más grande el
tipo, más carne para moler". Sabe claramente que su estrategia es no
dejarse agarrar, sabe también que está condenado a ganar. "El coraje y las
rivalidades se heredan", piensa. Necesita ganar el dinero con premura para
pagar la terapia de su madre y el funeral de su hermano. Cuando entra al
cuadrilátero grita con una furia extraordinaria y Apocalipsis observa en sus
ojos a Hades, con unos monstruos alados, llameantes y salvajes, tenebrosos y
tétricos, que le van indicando la senda hacía la morada de los muertos.