SARA CASTELAR LORCA Poeta granadina residente en Valencia nacida en 1975. Es Autora de los
poemarios, El Pulso, 2010, EH Editores (Jerez de la Frontera), Verso a
tierra, 2010, CEDMA, La hora sumergida, 2012, Turandot y El corazón y los
helechos, Isla de Siltolá. Ha ganado numerosos certámenes poéticos nacionales
e internacionales y ha publicado poemas en más de veinte antologías en los
últimos diez años. Realiza talleres de poesía, hace crítica literaria y es
editora en la editorial Karima.
La hija del herrero
Sobre la esclavitud del hierro
escribo la memoria,
la fortuna errática del pájaro
la medalla furiosa de mis ojos.
He parido entre soles
he lamido la costra del amor
he soñado la ausencia y la locura
he amasado el pan sin esperanza
he cargado la edad, la arruga
con su interminable bosque.
He sido una mujer
dejadme ahora el animal
atravesarme el alma.
La boca del silencio
Él me dijo que la oscuridad comienza con el
llanto,
que la palabra nunca es el lugar del frío,
que la soledad no se escribe, se domestica
y que el corazón es un accidente geográfico
en el que se suicidan las certezas.
Lo dijo sin hablar, sin la infección de las
palabras,
lo dijo con la boca del silencio.
La única certeza
De que aún estás vivo ha dado fe la noche,
el latido que el reloj falsea
en el que te descuento a medias con los años.
El trazo de la sombra que te escribe
y se descuelga
por el embudo de la herida.
La única certeza,
que no hay dolor más largo
que enfermar de uno mismo.
A mi padre
Alguien dice corazón y existe
en los labios de otro,
en el animal que aún respira
sobre las cosas olvidadas,
sobre la niñez extinta.
Yo no conozco el curso de este frío
silencioso que se instala en mi pecho,
pero conozco el templo del ruido
que construye la aurora
en las manos gastadas de mi padre,
entre el hierro y la vida.
Qué incierto mi corazón
entre sus manos ciertas.
De “Luz Sur”
Éxodo
Escucho
mi interior, abro la sombra.
I
Todo poema es un hijo de nadie,
nace y desnace, dice Rojas,
ochenta veces huérfano,
como la luz del sol, el moho de las lápidas,
la ira,
el mes de marzo
pero yo he aprendido a amar estas palabras:
víctima, violada, violín (de León Felipe)
y digo libro, libre… no sé
a veces me confundo.
Inédito
La
memoria imperfecta
I
Porque miles de rostros avanzan por la noche
devorados de sombra, ya
lo sabes,
las ciudades no duermen
sin sus muertos
ni sus gatos de azufre,
yo los miro con la niñez
abierta
como una llaga hermosa,
esa dentada arista de la
luz que vuelve con el frío
salvajemente niña,
salvajemente pura.
Desde mi corazón los
continentes crecen
y se arquean sobre la
edad del mar,
la tierra es como un
llanto que a nadie pertenece
y suavemente cae para
agrandar los ojos
o para amar la soledad
del trigo.
Yo no aprendí tu
infancia,
ni el discurso de las
sillas vacías
que adornan el jardín y
la memoria triste
pero
aprendí el oficio de la arcilla después del aguacero,
cosí mi lengua a la
ciudad del tigre
y odié la voz como se
odian las banderas,
con abnegada rabia.
Dejo una esquina del
olvido para este dolor largo,
para esta muerte a plazos
que adeuda el almanaque
y arroja entre sus
números la gravedad del tiempo.
Vuelve a temblar un niño
en tus rodillas
y ahí afuera, siguen
naciendo los perales.
II
Yo sé que aún recuerdas
el himno vulnerable de
los ferrocarriles,
largos como el país del
frío
o la desolación de los
espejos
después de haber amado la
ebriedad y el barro.
Sigues uniendo al verbo
cada huella desecha,
cada ojo que crece en la
palabra
para volar sin nombre
sobre los días solos.
Las rosas no conocen el
camino del matadero
y suben a los techos de
las casas perdidas,
de la calle perdida,
adonde lentos pájaros
acuden
para habitar el sitio no
besado,
esa distancia yerma que
adeuda la memoria
donde el amor pasó como
un arado negro.
Caen los signos a la
tierra quebrada
que aún empuña la
sequedad del hambre
y el vacío crujiente de
los huesos,
estas cansado y solo en
el recuerdo
pero tu voz se acuesta en
todas las gargantas.
No has perdido la fe,
sólo han muerto los muros
de los templos
y la herencia del plomo.
Alguien se parece al mar
esta tarde de lluvia
y sigue siendo humano,
todavía.
De La hora
sumergida
ALTER-EGO
Alter ego
Ella habla un idioma sin apóstrofes,
se alimenta del negro, vive
a veces,
en el sonido angosto del cuchillo
al penetrar el duelo
o la ceniza.
Otras veces la rosa, la maraña
de insectos
y el goteo del sol sobre las formas:
siempre llueve a este lado de la
melancolía.
Muere sin hacer ruido,
cuidadosamente
como mueren los lirios
y los pájaros tristes,
con la noche,
conmigo
sobre mi lengua extraña:
molde del corazón,
yo misma.
Una poética
Nombro aire y aceite y cántaro,
nombro la palabra lleno de cerrojos
que la razón descifra como
trabalenguas sucios,
nombro la estructura enferma de los
puentes
y su polilla sorda,
la cáscara en que flota mi país
cansado
en el que nadie estuvo,
ni lloró,
ni engendraron campanas las
catedrales secas.
Yo no sé dónde muere el grillo y
dónde
alguien, alguna vez, amara en mi
lenguaje
a las palomas frías que crujen en la
médula;
la indómita ternura del carbón
y la ceniza.
Aire a aire me respiro sola,
en la siega triste de la cosecha
triste
y en las frutales formas de la
noche,
a veces alimento a este animal de
lluvia
y a veces
él ama la pregunta que me hierve
desde la niñez al sueño, acecha en
mis contornos,
vive
y siento en mí que todo se avecina,
pero tarda.
De El
corazón y los helechos
El Pulso VIII
Sí, perdóname el cuerpo,
perdóname la sangre que me late,
roja y sucia
que me embiste por dentro y se
contiene
para no salir de golpe hacia tu
corazón dormido,
desnudo de niñez, ciego de árboles.
Haz de mí un animal sonoro
y dame la palabra para que la
mastique
para hacer con ella ave funeraria o
pedregal
donde el tiempo nombre sus raíces
y sume al alfabeto su condición de
espora,
vida de cuantas vidas sucesivas
leguen sus multiplicaciones.
Dame la voz enferma, mutilada
para que sólo yo la escuche y la
consuele
y me inyecte en los años la mitad
del dolor
que por tu faringe cruza
o cae,
como sonámbulo erial de invierno.
No perdones los ojos, los ojos de mi
madre,
las colecciones de ojos que apuntan
a la nuca,
los ojos de mis hijos, de los hijos
varones de la noche
o de las hijas ciegas que cuelgan
del deseo.
Marca con el dedo cada franja de
blanco,
cada pregunta que en la luz detiene
la retina
y en un himno carcelario condena la
hermosura.
Derríbame en la rabia de mil
generaciones
y sígueme desnudo, muerte adentro,
con la boca cosida de cadáveres
hasta poder fingir, como Pessoa,
que alguna eternidad nos alimenta.
Sé verdugo de todo cuanto nombre
y deja que me incline para morir
despacio
mientras siembro naciones en el
verbo,
hazme negación y tinta,
pero deja este armazón que late
y me sostiene
para que te columpie,
para que te resbale como gota
incendiaria
y amadamente tuyo surja de tus
huesos.
Ahora que caemos sobre el día
ya sin alas
y el corazón nos ata con el látigo
agudo de la tierra,
haz con tu voz un nido
y perdóname el cuerpo.
De El Pulso