ANA NUÑO (Caracas, Venezuela 1957) Escritora y editora. Estudios universitarios y de postgrado (Filología Inglesa y Francesa) en Sorbonne-Nouvelle, París. Ha publicado ensayos, artículos y reseñas críticas sobre literatura y cine en Vuelta (México); Syntaxis, Quimera y El Viejo Topo (España); Imagen, El Nacional y El Universal (Venezuela). Ha dirigido la revista de literatura Quimera (1997-2001). Ha publicado: Las voces encontradas (Dador, Málaga, 1989), Sextinario (Tierra de Gracia, Caracas, 1999; Plaza&Janés, Colección Poesía, Barcelona, 2002), Lugares Comunes (Barcelona, 1994-1996)]. Reside en Barcelona, Catalunya.
Selección por Gladys Mendía.
I
La poesía
Como a Marianne Moore, también a mí
me disgusta. Algo incivil hay en la idea
de forzar las palabras a decir
lo que, pudor o pereza, por dentro
llevan. Tomarse uno tan en serio
no es bueno, además, para la salud.
Como sabían curarse en salud,
los griegos se fabricaron la mí
mesis: el único negocio serio
es la realidad. Esta sabia idea
les permitió asaltarla desde dentro,
forzar y saquearla (es un decir).
Un caballo de madera, es decir,
un vientre hueco lleno de salud
ables mercenarios: entre el adentro
y el afuera, el amplio horizonte y mi
agazapada persona, la idea
de un ataque por sorpresa es, en serio,
genial. Así al menos se salva el serio
escollo de la arrogancia. Decir,
además, es decirse, y una idea,
la forma más antigua de salud
o sin tanta redundancia. De mí
se verá la sombra que doy afuera,
como un ombú, un bambú, lo que hacia afuera
tiende naturalmente, pero, en serio,
no me pidan que les presente mi
pereza torpe, enroscada, y qué decir
de mi incómodo elefante. La salud
de un poema está en omitir ideas
tanto como en expulsar de la idea
la excesiva interioridad. Afuera,
en la noche troyana, la salud
es lo que cuenta. Lo de antes, el serio
dudar de todo, el temor, el decir
se que nada vale el esfuerzo… mi
pereza cede ante la saludable idea:
decir el caballo que allá afuera
galopa serio y triste en mi cabeza.
Del libro Sextinario (Fundación Esta Tierra de Gracia, Caracas, 1999 y Plaza&Janés, Barcelona, 2002)
IV
Lesbos
I
No veo nada en Lesbos, dice, sólo
un sendero de chivos que conduce
entre espinos al aljibe,
un pozo seco.
Los prospectos hablan de llanuras fértiles,
trigo, uvas, unas famosas olivas
y algún que otro terremoto,
de vez en cuando.
Pero no hay agua en Lesbos, ríos, fuentes,
lagos como ojos cegados de niño
muerto, piensa el poeta,
decepcionado.
El amor es una elemental flor
de secano, o un olivo y su sombra,
y en ese charco el cadáver
de algún recuerdo.
Bajo la costra reseca del sol,
sin los visos del aguaje romántico,
las rocas hierven de gusto,
cruje el sudor.
Sube de la noche y sus piedras frías
el chirrido de una lluvia de flechas:
tu sangre olvidadiza
batiendo sueños.
II
En mi casa no hay balanzas ni platillos
nada para pesar los suspiros las lágrimas
los sueños que despiertan olvidados
Mi cuerpo acariciado por el tuyo Atis
el viento en la montaña cuando azota los robles
más verde que la hierba
Deja el oficio de tasador de sombras
que los impares busquen igualar en otro cuerpo
la ilusión del otro lado
Apaga mi corazón Atis te quise hace tiempo
pero morirás algún día no miento
quisiera estar muerta
En mi alcoba no hay baúles arcones
no escondo juramentos contratos tinta invisible
para redactar mis prisiones
Cuando me hayas olvidado Eros
de nuevo Eros el sinuoso
te romperá los huesos
III
No hay que dejar que hable el poeta en Lesbos,
donde todo, el pozo sin agua, las olivas
amargas y dulces como la sangre,
el trigo olvidado, reseco en las lomas,
las piedras abrazadas por el polvo,
ha adquirido el no despreciable hábito
del silencio.
Del libro Lugares Comunes (Barcelona, 1994-1996)]
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