“Un tatuaje es una cicatriz con la forma de algo que apreciamos”
Entrevista a Alejandro Cortés G.
Por Ernesto González Barnert*
Nacido en Bogotá en 1977, Alejandro Cortés González es una de esas voces que cruzan con naturalidad los caminos del verso, la narrativa y la música, como si los géneros fueran estaciones de una misma carretera emocional. Poeta, narrador, editor, gestor cultural, profesor universitario, músico y tatuador de la memoria: su obra carga con una intensidad vital que no se disfraza ni se domestica.
Autor de libros que ya forman parte del mapa contemporáneo de la literatura colombiana —como Pero la sangre sigue fría, Del relámpago nacerán luciérnagas, El álbum púrpura o Todos los diablos tienen sed—, ha sido reconocido con numerosos premios y becas que apenas rozan la superficie de una obra que, por dentro, lleva tatuada la biografía de toda una generación. En sus textos conviven el rock de los años ochenta, los vínculos complejos con la figura paterna, las contradicciones de la masculinidad, los ritos de iniciación, la ternura violenta, el humor de alta combustión y una emoción que se resiste a la anestesia.
Esta entrevista recorre, entre otras cosas, su imaginario más íntimo: desde el glam metal y los bares con neón, hasta las cicatrices del amor y la rudeza impostada del macho latinoamericano. Alejandro Cortés González escribe como quien pone una aguja sobre la piel del lenguaje, consciente de que un poema también es una forma de dejar marca. Lo suyo no es literatura de salón: es escritura que se arrastra por los sótanos de la experiencia y regresa, siempre, con algo que decir.
Tuve la suerte de conocerlo y disfrutar de su charla y su poesía en el Encuentro Internacional de Poesía, bajo el alero de la Feria Internacional del Libro de la Universidad Juárez Autónoma de Tabasco, en Villahermosa, México, en marzo de 2025. Allí vi la fascinación que despierta su obra en los lectores, y desde entonces quedé con la garra de seguir explorándola, de preguntarnos —a través de su voz y sus versos— por lo que queda entre las manos cuando todo arde, y aun así seguimos escribiendo.
–¿Cuál fue el primer disco que rompieron en tu casa y cuál fue el primero que rompiste tú?
–Ernesto, agradezco a ti y a los lectores por este maravilloso espacio para seguir comunicándonos, ahora, desde la trastienda de la poesía. En casa yo cuidaba y escondía mi música, como un tesoro no apto para compartir con todo el mundo; mi familia, que escuchaba vallenatos y música tropical, también cuidaba sus discos. Creo que lo más parecido a un rompimiento de música fue cuando yo, a escondidas, grabé música de Def Leppard sobre un casete de Diomedes Díaz. Hasta la fecha no me han reclamado nada; supongo que nunca se enteraron.
–¿Qué tienen en común un poema y una cicatriz?
–La cicatriz es lo que queda después de una lesión. Yo iría más allá y diría que el poema se asemeja más a un tatuaje, que es la forma simbólica, colorida y corpórea que damos a una herida. Cuando la aguja entra en la piel, hiere, deja su semilla de tinta para que la cicatriz sea un punto de color. En el poema damos luz y matices a lo que nos conmueve del mundo, que no siempre —por fortuna— es algo doloroso. La metáfora de la cicatriz se queda en el dolor; la del tatuaje, reconoce que la alegría, la gratitud, la tristeza, el humor, la rabia, la asfixia y muchas emociones más distintas a las lamentaciones, caben en la piel de la poesía.
–¿Escribir sobre tu padre fue un ajuste de cuentas, una carta de amor o un conjuro de despedida?
–Fue un poco de las tres. Nunca me lo propuse. Por lo general, empiezo a escribir sobre algo que me llama la atención y la poesía termina escribiendo sobre algo que necesito escribir y no lo sabía. En Pero la sangre sigue fría (Poesía, 2012), Sustancias que nos sobreviven (Poesía, 2015) y Almanaque Bristol 1987 (Poesía, 2019) hay algunos poemas sobre la figura del padre que aún cargan la rabia y la tristeza de un ajuste de cuentas. En El álbum púrpura (2021) ya se ven algunos poemas que tratan de establecer un punto de encuentro en un ejercicio inconsciente de alteridad. En El señor notario (2023) algunos poemas ya empiezan a fabricar el amor desde la irrealidad como un conjuro de despedida y abrazo metafórico. Nótese que insisto en “algunos poemas” porque sobre el padre no giran esas publicaciones. Solo dos de mis libros tienen un direccionamiento simbólico a la familia: Del relámpago nacerán luciérnagas (Novela, 2018) y Almanaque Bristol 1987 (Poesía, 2019); ambos van para mis abuelos y para mi amada Bogotá. Sin embargo, en muchos se cuela algún poema o verso que le canta a la infancia, a mi familia, al núcleo que me constituye.
–¿Cómo suena el silencio cuando termina un poema tuyo?
–El silencio es el momento en el que se levanta la carga simbólica de las palabras. Es ese instante de conmoción interior donde algo grita hacia dentro. En el silencio, detonan las exclamaciones.
–¿Qué es más rudo: afeitarse con una cuchilla prestada o escribir un poema después de escuchar You Could Be Mine?
–Jaja… Me gusta la ironía dentro del poema para burlarse de esa idea de rudeza masculina hollywoodesca. Me divierte la osadía de este lenguaje en el poema. De hecho, que un poema sea capaz del humor y de liberarse de su carga de lamentos también me resulta interesante; no sé si ruda. Rudo es criar un hijo, levantarse una mañana de sábado, afeitarse con una cuchilla prestada, llevarlo a su práctica de fútbol y darse cuenta de que nadie en 10 kilómetros a la redonda ha escuchado You Could Be Mine.
–Si tu infancia fuera un tatuaje, ¿qué imagen tendría y dónde estaría en tu cuerpo?
–Definitivamente, serían los íconos de tragedia y comedia del teatro que aparecen en la portada del Theatre of Pain de Mötley Crüe. ¿Y dónde estarían? Bueno, están. Los llevo tatuados en la parte interna de mi antebrazo izquierdo. Fue mi primer tatuaje: el que me hice a los dieciocho. Solo se ve cuando toco el bajo, y es lindo pensar en eso, justamente: muestro mi infancia cuando toco el bajo.
–¿Cuál ha sido tu "Home sweet home" más dolorosa y cuál la más dulce?
–“Home sweet home” es encontrar el hogar, no en una casa, sino en el camino. Saber que toda mudanza tiene algo de dolor y de dulzura, porque el hogar es lo que fuimos nosotros dentro de esas paredes. Soy bien nostálgico: incluso me da esa sensación de dulce desapego cuando dejo la habitación de un buen hotel, jaja. En fin. Con el rock, la poesía y el amor he aprendido a ser un poco más caracol: es decir, llevar mi casa a cuestas, aunque queden sustancias viscosas después de cada desprendimiento.
–¿El rock te enseñó a escribir o la poesía te enseñó a escuchar?
–Qué buen paralelismo. En mi caso, primero vino el rock. Poco me gustaba la poesía clásica que veía en el colegio, esa que declamaban los niños en las izadas de bandera. Luego, gracias a letras muy buenas de grandes bandas de rock y metal, conocí a Pessoa, Baudelaire, Rimbaud, Coleridge, Novalis. No sabía que se pudiera escribir con tal libertad y honestidad. Desde entonces busco la música también en las palabras. Concibo la poesía como música escrita con palabras donde el ritmo crea nuevos significados.
–¿Qué hay en el garaje de un poeta rudo?
–No sé. Un auto que no funciona, recibos sin pagar y un afiche de Chuck Norris, supongo. Habría que preguntarle a alguno.
–¿Crees en la redención a través del arte o solo en su capacidad para dejar marcas?
–Si el arte redime, deja una marca. El arte está para tratar de conciliar el afuera con el adentro cuando se ha roto el equilibrio. Si eso sucede, se salva nuestra fe y queda una huella: en poesía la llamamos poema.
–¿Qué grita exactamente alguien que shouts at the devil desde el fondo de un poema?
–Grita que no todos somos iguales. Que el vergonzoso y repetitivo mainstream musical de países tropicales como Colombia, no tiene el derecho de anular con violencia a los que sentimos y pensamos diferente. Grita que hay aguas internas oscuras, agitadas y profundas, más interesantes que la monótona superficie.
–¿El amor es una sala de tatuajes, un videoclip de los 80 o una boina estilo AC/DC?
–El videoclip de los 80 porque puede contener a los otros dos.
–¿Cuál ha sido el verso que más te ha dolido escribir?
–Fue en una novela: Del relámpago nacerán luciérnagas (2018). Trataba sobre los últimos años de una mujer mayor aquejada por la trombosis y la soledad. La usé como catársis para hablar de mi abuela, mi país y mi familia. Allí escribí una frase que decía mi abuela cuando se planteó la posibilidad de hacerle una cirugía a corazón abierto, con un alto riesgo de no sobrevivir. La cirugía nunca se hizo. Mi abuela igual falleció, pero su frase se quedó en nosotros: “Ábranme el corazón para que vean cuánto los amo”.
–¿De qué sustancia está hecha la que nos sobrevive después de todo?
–De poemas; de la vida pasada por el corazón, que es la que no se olvida. La poesía —la escrita o la vivida en estado salvaje— es la sustancia que nos sobrevive. La marca que comprueba que a través de nosotros pasó la vida.
–¿Hay que tener sed de todos los diablos para escribir una buena historia?
–Hay que tener sed para que valga la pena estar vivo. Cuando se escribe, la sed se multiplica, la vida se intensifica. Todos los diablos tienen sed (Cuentos sobre el rock y el metal en Colombia, 2022), es el grito con el que se aferra a la vida un rockero en un país tropical. Se trata de sobrevivir y sentir que vivimos.
–¿Te parece más poético un neón encendido en un bar o el espejo donde tu padre se afeitaba?
–El neón, definitivamente. Ser una luz eléctrica, zumbante y colorida que da forma a alguna palabra en medio del negro manto de la noche. A veces siento mi poesía como una extremidad torpe de Novalis que burla el tiempo y alcanza a conocer la luz de un neón.
–Si pudieras revivir un sábado de tu adolescencia con walkman incluido, ¿cuál sería y por qué?
–Sin lugar a dudas, el sábado que conseguí el álbum Theatre of Pain de Mötley Crüe. Desde entonces, “Home Sweet Home” ha sido el himno de mi vida. Para homenajear ese instante es que escribí el poema “Home Sweet Home”.
–¿Cómo se educa el umbral del dolor cuando se es poeta en Colombia?
–La mayor parte de la poesía está hecha de lamentos, de heridas, de penas. Colombia tiene mucho de eso. Yo prefiero celebrar que seguimos vivos y dar gracias por cada pequeño asombro. Así, con más risas que quejas, se educa el umbral de dolor. Puedes consultárselo a cualquier tatuador.
–¿Qué se puede aprender de una zarigüeya en la rueda de un hámster o de una mujer que hace el manicure en Texas?
–Que ambas tienen la esperanza de que moviendo la rueda cambie la jaula. Y, justamente, para eso nos sirve esta rueda, esta piedra sisífica, esta esfera monótona de dragón: para tener esperanza.
–¿Dónde termina la nostalgia y empieza la invención en tu escritura?
–La nostalgia es la frustración por la imposibilidad de que un tiempo regrese. La hipótesis es la exploración de las distintas posibilidades si algo no fuera imposible. Me encantan y divierten las hipótesis de lo imposible: ahí nace mi escritura.
–¿Cuál es la canción que todavía no has podido escribir?
Una que coincida con todos mis hemisferios y no se contradiga. La contradicción es fuente de creación; pueda ser que ahí radique el secreto de su imposibilidad.
*Ernesto González Barnert (Temuco, Chile, 1978) es poeta, gestor cultural y cineasta documentalista. Autor de Playlist, Venado tuerto y Trabajos de luz sobre el agua, entre otros libros, su obra ha sido distinguida con el Premio Pablo Neruda (2018), el Premio Nacional a la Mejor Obra Inédita del Consejo Nacional del Libro y la Lectura de Chile (2014), el Premio Nacional Eduardo Anguita (2009) y el Premio de Honor Pablo Neruda de la Universidad de Valparaíso (2007). Además, ha recibido el Premio de Poesía Infantil de las Bibliotecas de Providencia (2023), la Mención Honorífica en el Concurso Internacional de Poesía Nueva York Poetry Press (2020) y menciones en el Concurso Nacional de Poesía Joven Armando Rubio (2003) y los Juegos Literarios Gabriela Mistral de la Ilustre Municipalidad de Santiago (2005).
Licenciado en Cine Documental por la UAHC y Diplomado en Estética del Cine por la Escuela de Cine de Chile, ha trabajado en la creación y realización ejecutiva de las series de televisión Obturaciones y Letras Migrantes.
Actualmente se desempeña como productor cultural en la Fundación Pablo Neruda, donde impulsa la difusión de la vida y obra del poeta, así como de la poesía hispanoamericana, mediante entrevistas, talleres, encuentros, presentaciones y edición de libros. Reside en Santiago de Chile.
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