miércoles, 23 de junio de 2010

MIYÓ VESTRINI: Poesía Venezolana



MIYÓ VESTRINI (Francia 1938-Venezuela 1991). Marie-Jose Fauvelle Ripert, poeta y periodista cultural. Formó parte de los grupos literarios el Techo de la Ballena y  Apocalipsis. Se desempeñó en el diario El Nacional y la revista CriticArte. Fue agregada de prensa en la Embajada de Venezuela en Roma y jefa de prensa en Cancillería. Su trabajo literario abarca poesía, narrativa y dramaturgia. Publicó su obra poética en Las historias de Giovanna (1971), El próximo invierno (1975), Pocas virtudes (1986) y Valiente ciudadano (póstumo,1994).

Selección por Gladys Mendía


El llanto

Siempre hay una habitación a oscuras
para tener lágrimas tras las persianas
sobre las rodillas
el papel se deja amar
y los muebles celebran el silencio.
Es el instante de la certidumbre
de las manos quietas en la mesa de fórmica
tenemos penas
y afuera
todos
todos lo ignoran.




Beatriz

Con pene o sin él,
hay cosas que no se pueden hacer
cuando se comienza a sudar
o cuando duele la próstata.
Por eso se suicidó Beatriz
a los cincuenta y tres años.
No quiso participar en la grotesca ceremonia
del elogio a la decadencia.
Cubrió todos los espejos
y colocó sábanas de satén en la cama..
Se suponía que moriría allí,
pulcra y perfumada,
desoyendo al roedor que le mordía la respiración.
Pero prefirió el sofá,
donde había hecho el amor anoche,
con un fiestero profesional,
alquilado para la ocasión.
Dejó una lista
de equivocaciones y aciertos.
La escritura es lo de menos, anotó,
y estampó su firma con letra pequeña,
para que creyeran que era apócrifa.




En el patio de Anaïs Nin

En el patio de Anaïs Nin
dilapido mi muerte

perdida pero obstinada, lleno el vaso de agua para
el sudor de la madrugada y estiro la colcha viendo la
arañita quieta en el techo, siempre con el frío de la
noche anterior, siempre lo mismo,

y de ese patio, recuerdo sobre todo el olor,
aquel encuentro que nadie tomó en cuenta,
porque el día era muy gris
y temíamos
la gente amaneciera triste.

Había lo imprevisible en ese patio.
La estatua del niño de mirada inconmovible,
toquecitos de cielo, lluvia y palomas.
Un viajero que mentía para no llegar a su destino.
Un extraño transeúnte de abril.
Un asesino desencantado por la brisa
que decía no tengas miedo, son ruidos
de madera de algún vecino melancólico,
de algún aparecido. Y seguía rondando,
miraba y medía la niebla, casi pasaba
a otro tiempo, tiempo para que no
empezara nada nuevo.

En el patio de Anaïs Nin,
despiertan a veces los días malos

despiertan el agua y las campanas y las
palabras rigurosas y el furor ciego de los
solitarios y el golpe sobre los ojos y los
que te ven, como si nada pasara. Todo un
enojo de graznidos, bullas, desazones,
confusiones, monotonías, hasta la quietud
de la muerte, cuando será inútil ya agitarse.

En el patio de AnaÏs Nin,
los tragos son dulces y demoníacos

dan vueltas y más vueltas,
aplauden a mi amado

el más amado de los lunáticos.

En el patio de Anaïs Nin,
no se aceptan extraños

y menos aquellos que vengan de coléricas comarcas.

En el alto techo, habrá tiempo para tu cuerpo y el mío

nada diré de tu bienaventuranza, de tus
mañanas de jazmín, de tus insoportables
desastres. Correrás bajo el paso rápido
de las nubes y darás el santo y seña junto
a la fuente.

En el patio de Anaïs Nin,
cuando duermes y me amas,
es ahora el día de todas las furias juntas.




Ciertas jornadas se hacen largas

Ciertas jornadas se hacen largas.
                                                           Nadie pregunta cómo las paso.
El rostro de los agresores
                                              se mezcla
                                                       con el de los agredidos
No se sabe
                    cuántos sobreviven
                                                        a la masacre.







Muy poco y muy gris el tiempo que te queda

Soy frágil
para los amados.
Algún asesino más poderoso
más fuerte
me interceptó cuando cruzaba
el callejón de los cuchillos
                                               y me atajó.
Silencio mujer
dijo
de nada valdrá tu queja
en este momento
ni en los otros.

Muy poco
y muy gris
el tiempo que te queda
en esta madrugada de perros realengos
y borrachos asustados.

Déjame un instante
dije,
medir la luz que todos los días
me recibe y me abandona.

Déjame llorar un rato a solas.
Pero sólo había frío
                                 en el callejón de los cuchillos.




No vuelva más por aquí

Al infierno todo esto
y duró años sin irse al infierno.
Por eso he venido a verla.

Si usted estuviera tan deprimida,
¿pensaría en todo esto? ¿Habría
venido a verme?

Sólo le falta decir:
dígalo, no lo escriba.

Vamos a ver. Explíqueme lo que
siente. Sé que está sola y no
sabe qué hacer. Haga un esfuerzo

La habitación me gusta.
El sol alterna con la
penumbra. Trato de no
carraspear. Mantenerme
inmóvil. Pienso en un
carnero con grandes
cuernos, caminando
sobre la alfombra persa.

Usted está cargada de cosas, ¿entiende?
Cosas rudas. Unas detrás de otras.
Su madre, por ejemplo.
Y su padre. ¿Qué ha pasado?

Me gustaría visitar la casa.
Es una casa de madama fina y
escrupulosa. Siento que me
achanto sobre la silla. Es el
momento de llevarle flores a
alguien. De emborracharse. De
llevarse por delante media vida.
Estoy asustada.

Tiene que volver atrás. Vivir lo
que no vivió realmente. Es un
viaje muy largo. Muy largo. Aproveche
ahora cuando está al borde
del barranco. Escriba, pero unas
líneas solamente. Piense.

Sí. Eso es. Haré el amor, pero
unos minutos solamente. Lloraré,
un poquito nada más. Gritaré, pero
lo justo. Ningún sonido discordante.
Está contra reloj, la pobre. Trataré
de no olvidar su rostro
para reconocerla cuando
aparezca en sociales.

Cuénteme algo importante. Una
situación importante, como la que
vive ahora. Desea estar sola,
encerrarse, ¿verdad? ¿O quizá
desea morirse?
¿Ha tenido ideas raras?

¿Quién me pondrá las manos
encima cuando esté muerta?
Los muertos de Elías huelen
a perros. No lo quiero. Se
muere la gente y uno se bebe
un trago. Todos estos muertos
y uno aquí, con ideas raras.

Vamos a ver. Usted es una niña.
Tiene diez años. No le teme a
nada, ni siquiera a los murciélagos.
Su madre la toma del brazo.
La lleva a pasear por el pueblo.
Le habla de demonios y aparecidos.
Usted se resiste a ese brazo que
la envuelve toda. ¿Fue entonces
cuando sintió miedo?

Pueblos y demonios. ¿Qué sabe
ella de todo eso? Vine a preguntarle
por el infierno de los desaparecidos.
Y me devuelve a la ciudad, a la luz
que me llevará a la penumbra.
Antes de cerrar la puerta, me dice:

¡no vuelva más por aquí!



(de Pocas virtudes)




Caricia

La mitad de lo que le ocurra
a mi hijo,
será culpa mía.
Qué bien.
Lo digo así,
recubierta de collares y lunares,
veinticuatro horas después de enviarte a París,
y supieras lo que es estar lejos de casa.
Llega hasta a mí
tu rostro de adolescente despeñado,
levantado hacia un profesor ansioso de enderezar
a este pequeño viejo rico.
Hay que ser fuerte,
te dicen:
sólo si lo eres tendrás derecho a cumplir
dieciocho años
y oler la cocaína que quieras.
Y vomitarte sobre la vajilla de tu madre
en la cena ofrecida
para celebrar tu regreso.
Por ahora,
te sacude el frío en el dormitorio de los grandes
y aprietas la medalla que te regaló tu novia
en el aeropuerto.
No he terminado contigo, decía la tarjetica,
prefiero que lo hagan otros.
Y firmaba:
mami te quiere.
Te sacaron de la galería de espejos
para que no rompieras el diseño de la arquitectura holandesa.
Aun antes de tu llegada
ella sufría de baby blues
porque,
¡ay!, gemía,
no estoy preparada para ser madre.
Ahora eres tú,
quien no está preparado para ser hijo.
Odias lo que está bien,
odias lo que está mal.
Estás perdido entre Le Pere Lachaise
y la rue Delambre.
No hay suficientes recuerdos como tú quisieras.
Ya juegas con la inmortalidad:
pobre rata,
qué poco vales en la apuesta,
te gritan los transeúntes a la caída del sol.
Miras el papel higiénico
impregnado de tu caca de niño triste.
De niño malo
enviado a París con un recuadro en el cuello:
menor viajando solo.


Zanahoria rallada

El primer suicidio es único.
Siempre te preguntan si fue un accidente
o un firme propósito de morir.
Te pasan un tubo por la nariz,
con fuerza,
para que duela
y aprendas a no perturbar al prójimo.
Cuando comienzas a explicar que
la-muerte-en-realidad-te parecía-la-única-salida
o que lo haces
para-joder-a-tu-marido-y-a-tu-familia,
ya te han dado la espalda
y están mirando el tubo transparente
por el que desfila tu última cena.
Apuestan si son fideos o arroz chino.
El médico de guardia se muestra intransigente:
es zanahoria rallada.
Asco, dice la enfermera bembona.
Me despacharon furiosos,
porque ninguno ganó la apuesta.
El suero bajó aprisa
y en diez minutos,
ya estaba de vuelta a casa.
No hubo espacio donde llorar,
ni tiempo para sentir frío y temor.
La gente no se ocupa de la muerte por exceso de amor.
Cosas de niños,
dicen,
como si los niños se suicidaran a diario.
Busqué a Hammett en la página precisa:
nunca diré una palabra sobre tu vida
en ningún libro,
si puedo evitarlo.



XIV

Escucha cómo paso de largo.
Propicio es el tiempo
para el brazo
que reposa
sobre tu flanco.
Para un primer canto de alondras,
para una mansa vereda
y un olor de piernas en reposo.
Escucha cómo paso de largo
y todo se hace tan frágil,
tan triste.

(de El invierno próximo)



Poema

Frente al dinosaurio de ojos pardos supe que
el retorno de mis antepasados se acercaba.
A su costado el anciano moribundo encendía
una hoguera de azufre.
Llovía
Apoyé mi mano sobre su boca húmeda de ternura presintiendo en la piedra
el paso de un cascabel infantil
y habló el dinosaurio de ojos pardos:
«Llévate la lluvia que apaga mi fuego ancestral y camina hacia el país de los eternos ahorcados.
El perro negro clavado en el centro de cuatro árboles
te hablará del hombre de tu única noche muerto
sobre la ebriedad de las puertas del mal cerradas»
Detrás del anciano moribundo sonrió mi abuelo
apretando contra sí su reloj de oro.
Sentí nostalgia por las doncellas misteriosas.
Todo había muerto.
A mis pies quedaba la herrumbre del dinosaurio
de ojos pardos y se acercaba inevitable,
el grito de mis antepasados.
A mis espaldas silbó un gato negro.
Era el ojo lunar de mi primer aullido frente al dolor.
       
Maracaibo, Abril 1956





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