Isaías Cañizález Ángel (Venezuela, 1973). Premio Nacional de Poesía Fernando Paz Castillo (2010). Premio Municipal de Poesía (Trujillo 2003). También es autor de Ceremonia de lo adverso, Las buenas razones, Cuaderno Palestino, La Tierra & El Fuego y de Otoño en Pekín: Crónicas de otro viaje. Es Magíster en Estudios Culturales de la U-ARCIS de Santiago de Chile.
Selección por Gladys Mendía del libro Las buenas razones.
Alegoría de los pies descalzos
En cualquier alcantarilla late el desmedido propósito de convertir en cenizas, lo que la memoria sujeta con los dientes. Los grandes episodios de la barbarie fecundan el artificio de un evangelio, cuyos hallazgos no dan cuenta de milagros ni de resurrecciones. Los que alguna vez tuvimos el espinazo metido entre las costillas y le arrancamos, en pleno vuelo, un pedazo de miseria a los zopilotes, no podemos mirar de reojo los incendios que celebran la alegoría de los pies descalzos. Los que mordimos el infame propósito del puñal, dispuesto a desgarrar vísceras, a pulir con su acero las entrañas y los abismos, no podemos detener la marcha y quedarnos a esperar el final de la tarde. Los que alguna vez dejamos los brazos abiertos, buscando el auxilio de un dios profano, todavía podemos inferir el amparo solemne de la Muerte y sus arrebatos.
Los dueños de la tierra
Nos sentamos frente a la tarde y vemos pasar a los dueños de la tierra. Ellos jamás levantan la mano ni pretenden algún gesto que les haga notar nuestra existencia. En medio de la sorna, balbuceamos ciertos desparpajos que jamás tendrán respuesta. Su mirada es una casa grande con ventanas infinitas y en sus camas, reposa la tranquila costumbre de ordenar los límites, de colocarle el nombre preciso a cada cosa. Ellos dicen: ¡norte! y los mapas obedecen. Calculan el valor de nuestros esfuerzos sin detenerse en decimales ni en heridas abiertas detrás de la espalda. Caminan despacio, sin remordimientos, tanteando el espesor de sus dominios. Pactaron tributos con un dios que solo sabe multiplicar su opulencia y alentar nuestras desgracias. Los dueños de la tierra se cobijan con el sudor de tantos siglos y no se reconocen en las miserias que nos habitan. Ellos son el laberinto donde nuestras manos se hacen ceniza y puñal: Ceniza para la insensatez y la desmemoria; Puñal para el acero que los ve pasar, sin bajar nunca la cabeza.
Arte profética
La poesía seguirá estando al margen de los grandes temas, y los poetas permanecerán escondidos bajo la piel de insignificantes correctores: esos duendes invisibles que noche a noche acicalan, las barbaridades anunciadas por los periódicos. Quien denuncie a un burócrata, por corrupción, irá preso con el consabido riesgo de que el partido lo considere un traidor. Los niños no preguntarán necedades: eso será tarea de los padres. Los curas no podrán casarse, pero fornicarán bajo el amparo de un Ave María multiorgásmico. El diezmo podrá pagarse en ciber cuotas. El Fondo Monetario Internacional aliviará las penas de los países más pobres: donará sillas de ruedas para simular la mutilación de piernas y brazos de aquellos que nunca han dejado de soñarse de pie y con los brazos abiertos al sol. Ya no tendremos tiempo para enamorar a nadie: iremos directo a la cama como demostración plena de una alegoría postmoderna. Los siete caballos del apocalípsis claudicarán frente a la perseverancia de los pecados capitales. El día del juicio final lo patrocinará el siempre eficiente banco del Vaticano. Los meros machos se apoderarán de las teorías feministas y las mujeres bostezarán ante largas vídeo conferencias, donde no podrán hacer preguntas capciosas. El Papa podrá renunciar para hacerse cargo de sus nietos. Después de tantas invasiones, los gringos serán un peligro solo para ellos mismos. Se matarán unos con otros hasta que ya no quede piedra sobre piedra. El olor de la guayaba seguirá siendo el santo y seña de los exiliados. Entraremos a deslumbrantes museos para observar en tercera dimensión, los restos de aquellos pueblos que fueron aniquilados a plena luz del día. Artefactos insólitos evitarán que podamos caminar sin ser vistos, y extraviarse se convertirá en un privilegio de pocos. La Muerte, serena y tranquila, ya no tendrá que ocuparse de esos cuerpos corroídos por los años y mutilados por el despropósito de la infame acumulación. Antes de que el aliento final los arrope, sus pasos serán inútiles improperios en la niebla. Los libros permanecerán inermes a su destino y los marcarán, como antiguos esclavos, en esos nuevos campos de concentración llamados bibliotecas. Resguardados de cualquier lector peligroso, ocultarán las ideas que incendiaron los siglos más recientes. No habrá tiempo para la duda · y cualquier forma de la esperanza, la harán polvo los grandes consorcios de la fe. Dios seguirá bostezando mientras el mundo se cae a pedazos. Algún relámpago partirá el cielo en fragmentos inasibles y como un inesperado espectro, un descolorido profeta apuntará los desvaríos, que luego, generaciones más atrevidas invocarán como plegarias y blasfemias en un insólito grito de insensatez.
Todo lo demás, ya sucedió...
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