miércoles, 17 de octubre de 2018

SARA CASTELAR LORCA: Poesía Actual de Granada






SARA CASTELAR LORCA Poeta granadina residente en Valencia nacida en 1975. Es Autora de los poemarios, El Pulso, 2010, EH Editores (Jerez de la Frontera), Verso a tierra, 2010, CEDMA, La hora sumergida, 2012, Turandot y El corazón y los helechos, Isla de Siltolá. Ha ganado numerosos certámenes poéticos nacionales e internacionales y ha publicado poemas en más de veinte antologías en los últimos diez años. Realiza talleres de poesía, hace crítica literaria y es editora en la editorial Karima.




La hija del herrero

Sobre la esclavitud del hierro
escribo la memoria,
la fortuna errática del pájaro
la medalla furiosa de mis ojos.

He parido entre soles
he lamido la costra del amor
he soñado la ausencia y la locura
he amasado el pan sin esperanza
he cargado la edad, la arruga
con su interminable bosque.

He sido una mujer
dejadme ahora el animal
atravesarme el alma.




La boca del silencio

Él me dijo que la oscuridad comienza con el llanto,
que la palabra nunca es el lugar del frío,
que la soledad no se escribe, se domestica
y que el corazón es un accidente geográfico
en el que se suicidan las certezas.

Lo dijo sin hablar, sin la infección de las palabras,
lo dijo con la boca del silencio.




La única certeza

De que aún estás vivo ha dado fe la noche,
el latido que el reloj falsea
en el que te descuento a medias con los años.
El trazo de la sombra que te escribe
y se descuelga
por el embudo de la herida.

La única certeza,
que no hay dolor más largo
que enfermar de uno mismo.



A mi padre

Alguien dice corazón y existe 
en los labios de otro,
en el animal que aún respira
sobre las cosas olvidadas,
sobre la niñez extinta.
Yo no conozco el curso de este frío
silencioso que se instala en mi pecho,
pero conozco el templo del ruido
que construye la aurora  
en las manos gastadas de mi padre,
entre el hierro y la vida.

Qué incierto mi corazón
entre sus manos ciertas.


De “Luz Sur”




Éxodo

Escucho mi interior, abro la sombra.

I
Todo poema es un hijo de nadie,
nace y desnace, dice Rojas,
ochenta veces huérfano,
como la luz del sol, el moho de las lápidas,
la ira,
el mes de marzo

pero yo he aprendido a amar estas palabras:
víctima, violada, violín (de León Felipe)
y digo libro, libre… no sé

a veces me confundo.


Inédito




La memoria imperfecta

I

Porque miles de rostros avanzan por la noche
devorados de sombra, ya lo sabes,
las ciudades no duermen sin sus muertos
ni sus gatos de azufre,
yo los miro con la niñez abierta
como una llaga hermosa,
esa dentada arista de la luz que vuelve con el frío
salvajemente niña, salvajemente pura.

Desde mi corazón los continentes crecen
y se arquean sobre la edad del mar,
la tierra es como un llanto que a nadie pertenece
y suavemente cae para agrandar los ojos
o para amar la soledad del trigo.

Yo no aprendí tu infancia,
ni el discurso de las sillas vacías
que adornan el jardín y la memoria triste
pero aprendí el oficio de la arcilla después del aguacero,
cosí mi lengua a la ciudad del tigre
y odié la voz como se odian las banderas,
con abnegada rabia.

Dejo una esquina del olvido para este dolor largo,
para esta muerte a plazos que adeuda el almanaque
y arroja entre sus números la gravedad del tiempo.

Vuelve a temblar un niño en tus rodillas
y ahí afuera, siguen naciendo los perales.


II

Yo sé que aún recuerdas
el himno vulnerable de los ferrocarriles,
largos como el país del frío
o la desolación de los espejos
después de haber amado la ebriedad y el barro.

Sigues uniendo al verbo cada huella desecha,
cada ojo que crece en la palabra
para volar sin nombre sobre los días solos.

Las rosas no conocen el camino del matadero
y suben a los techos de las casas perdidas,
de la calle perdida,
adonde lentos pájaros acuden
para habitar el sitio no besado,
esa distancia yerma que adeuda la memoria
donde el amor pasó como un arado negro.
Caen los signos a la tierra quebrada
que aún empuña la sequedad del hambre
y el vacío crujiente de los huesos,
estas cansado y solo en el recuerdo
pero tu voz se acuesta en todas las gargantas.
No has perdido la fe,
sólo han muerto los muros de los templos
y la herencia del plomo.
Alguien se parece al mar esta tarde de lluvia
y sigue siendo humano, todavía.

De La hora sumergida




ALTER-EGO

Alter ego
Ella habla un idioma sin apóstrofes,
se alimenta del negro, vive
a veces,
en el sonido angosto del cuchillo
al penetrar el duelo
o la ceniza.
Otras veces la rosa, la maraña
de insectos
y el goteo del sol sobre las formas:
siempre llueve a este lado de la melancolía.
Muere sin hacer ruido, cuidadosamente
como mueren los lirios
y los pájaros tristes,
con la noche,
conmigo
sobre mi lengua extraña:
molde del corazón,
yo misma.




Una poética

Nombro aire y aceite y cántaro,
nombro la palabra lleno de cerrojos
que la razón descifra como trabalenguas sucios,
nombro la estructura enferma de los puentes
y su polilla sorda,
la cáscara en que flota mi país cansado
en el que nadie estuvo,
ni lloró,
ni engendraron campanas las catedrales secas.
Yo no sé dónde muere el grillo y dónde
alguien, alguna vez, amara en mi lenguaje
a las palomas frías que crujen en la médula;
la indómita ternura del carbón
y la ceniza.
Aire a aire me respiro sola,
en la siega triste de la cosecha triste
y en las frutales formas de la noche,
a veces alimento a este animal de lluvia
y a veces
él ama la pregunta que me hierve
desde la niñez al sueño, acecha en mis contornos,
vive
y siento en mí que todo se avecina,
pero tarda.


De El corazón y los helechos






El Pulso VIII

Sí, perdóname el cuerpo,
perdóname la sangre que me late, roja y sucia
que me embiste por dentro y se contiene
para no salir de golpe hacia tu corazón dormido,
desnudo de niñez, ciego de árboles.
Haz de mí un animal sonoro
y dame la palabra para que la mastique
para hacer con ella ave funeraria o pedregal
donde el tiempo nombre sus raíces
y sume al alfabeto su condición de espora,
vida de cuantas vidas sucesivas leguen sus multiplicaciones.
Dame la voz enferma, mutilada
para que sólo yo la escuche y la consuele
y me inyecte en los años la mitad del dolor
que por tu faringe cruza
o cae,
como sonámbulo erial de invierno.
No perdones los ojos, los ojos de mi madre,
las colecciones de ojos que apuntan a la nuca,
los ojos de mis hijos, de los hijos varones de la noche
o de las hijas ciegas que cuelgan del deseo.
Marca con el dedo cada franja de blanco,
cada pregunta que en la luz detiene la retina
y en un himno carcelario condena la hermosura.
Derríbame en la rabia de mil generaciones
y sígueme desnudo, muerte adentro,
con la boca cosida de cadáveres
hasta poder fingir, como Pessoa,
que alguna eternidad nos alimenta.
Sé verdugo de todo cuanto nombre
y deja que me incline para morir despacio
mientras siembro naciones en el verbo,
hazme negación y tinta,
pero deja este armazón que late
y me sostiene
para que te columpie,
para que te resbale como gota incendiaria
y amadamente tuyo surja de tus huesos.
Ahora que caemos sobre el día
ya sin alas
y el corazón nos ata con el látigo agudo de la tierra,
haz con tu voz un nido
y perdóname el cuerpo.

De El Pulso






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