jueves, 3 de septiembre de 2015

LUIS MANUEL PIMENTEL: Narrativa Venezolana Actual


Luis Manuel Pimentel (Barquisimeto, Edo. Lara.- Venezuela, 1979). Poeta y narrador. Licenciado en Letras por la ULA (2004). Magister en Literatura Iberoamericana –ULA (2012).  Periodista “empírico” con acreditación en Crónicas y Periodismo Literario por el CELARG, dictado por Eloy Jagüe Jarque, 2013. Ha publicado el poemario Figuras Cromañonas (Caminos del Altair-Mucuglifo-Mérida, 2007). Ganador con el libro Esquina de la mesa Hechizada el concurso de poesía de la I Bienal de Literatura “Rafael Zárraga” (2011) del Estado Yaracuy-Venezuela.  Su obra aparece en distintas antologías poéticas y páginas web. Actualmente se desempeña como docente de la cátedra de Semiótica en las Artes de la Licenciatura en Artes Plásticas de la Universidad Centroccidental Lisandro Alvarado (UCLA-Barquisimeto).

CUENTOS: 3 DE PERROS

Baudilio y los perros asesinos

Era en una montaña alta, como las que están en el páramo de la sierra andina. Allá donde el oxigeno entra poco  y los pasos deben ser cautelosos. Baudilio, un señor de 63 años vivía  en una casita humilde, de esas que están unidas sala cocina comedor, con el techo de zinc marrón de tanto tiempo puesto. 
Había una frontera en aquella inmensidad donde ni él ni los perros pasaban. En su casa, Baudilio tenía una pequeña colección de mandíbulas disecadas por el sol. Varias veces tuvo que luchar contra ellos, y a punta de escopetazos pudo salir ileso de los feroces combates. Pero atacarlo no era solamente porque los perros querían, siempre pasaba algo extraño que ni los mismos perros ni él comprendían del todo, una fuerza los movía sin aparente sentido.   
Baudilio tenía un hijo llamado Tadeo, que vivía en la ciudad, y lo iba a visitar frecuentemente. Se montaba en el jeep que su padre le regaló, y subía a llevarle alimento perecedero a su viejo que estaba siempre en las labores de la tierra.
Los perros andaregueaban a escasos tres kilómetros a la redonda de la casa. El viejo sentía sus presencias  al ver que otros animales iban a refugiarse en su casa, como indicándole entre aquella pureza de la naturaleza que algo pasaba.
Él vivía la vida de ermitaño que decidió tener a temprana edad, pero esa noche volvió a soñar que venían a buscarlo, y con la escopeta detrás de la puerta de su cuarto estaba atento a cualquier contratiempo.
Al otro día cayó una lluvia que nunca había visto en el lugar. Pensó que se le iba a caer la casa. Los  riachuelos que se formaban al rededor eran de espanto, parecían pequeños ríos  que no tenían aparente dirección. El agua que bajaba de la montaña traía arrastrados y ahogados a muchos perros.  Baudilio entendió la señal, no se descuidó y con la escopeta en mano espero que llegaran los que quedaban vivos.
Entre tanta agua a Baudilio se le movían los cimientos de la casa. Salió al patio, con su chaqueta de jean desvencijado y vio como venían en manada. Uno, dos, tres disparos e iban cayendo como piedras.
Por su espalda uno lo alcanzó y lo tiró al piso. Disparó al aire, fue lo más que pudo hacer. El agua corría como nunca antes había sucedió en aquella parte de la montaña. En el combate, los perros supieron hacer lo que tanto esperó Baudilio.  




Sólo vinieron a olerla
A Carmen Leticia

Eran las 15 y 37. Como 300 perros andaban cazando a una presa, pero no era un cordero, ni un burro salvaje, su figura era una adolescente de 14 años. Los pasos de los perros iban directos y precisos a su corta inmensidad. Toda la manada caminaba desde la calle 40 directo por la Av.20. La gente de los locales comerciales no entendía de dónde venían.
No sabíamos qué clase de hechizo habrían mandado para Barquisimeto, pero todos vimos como andaban detrás de las piernas, las nalgas, los muslos, brazos y demás partes del cuerpo de esta casi quinceañera. Daba cosa verla corretear sin dirección, y más impotencia cuando nadie se arriesgaba a protegerla porque todo el mundo temía quedar despedazado por tan potentes mandíbulas, o peor aún por terminar desangrando en el Hospital Antonio María Pineda. Las imágenes eran rápidas. Llegué a escuchar a un par de vigilantes de unos centros comerciales, refiriéndose que parecían salir del error de un experimento biológico de los laboratorios de veterinaria de la UCLA. 
Pude mirar en sus ojos el terror de cuando se le iban acercando. Gritaba desesperada, temblaba, la gente no hacía nada al igual que yo, estábamos fríos y confundidos ante tantos animales. De pronto, hubo una secuencia en la que 70 perros saltaban entre sí y le ladraban fuerte a su cara, arrinconándola en una esquina cerca de la zapatería Minerva.
Los perros callejeros iban y venía olfateando lo que encontraban en su paso. Eran como 300 o más de 300, no se podía sacar con precisión la cuenta. La presa pálida, atragantada de miedo cruzaba la frontera al pánico, y ni un silbido de perros que les diera la orden de ¡atención!.
Los minutos eran eternos, y de verdad que la eternidad desesperada se escuchaba desde la voz poseída de la chiquilla. Una canción de cuna tal vez podría calmarla, pero por más que se le cantara María Teresa Chacín, no podría causarle un efecto de ensueño. La van a atacar decían todas las personas que estaban en una rueda de pescado; la van a matar decía una señora llorando desconsolada. ¡¿Qué podemos hacer?! – gritó alguien parecido a ella con ropa de liceo.
Ya no podía más con su nervios, ni su garganta, ni sus lágrimas, ni con su cuerpo tembloroso. Los perros cogían más terreno, la rodeaban desesperados. Con su cara virginal, aquella cara que traducía una vida de colegio marcando la huella de que era especial, sólo que ahora los cuadrúpedos no la dejaban moverse. 
Por un instante se dio cuenta que no pudo más con todos ellos, y se fue agachando poco a poco en movimientos que marcaban una posición fetal; los perros le saltaban por encima. Eran como una proyección oscura, unos sobre otro sin dejar ni un centímetro de distancia entre ellos. Negro sobre negro, gris sobre gris, baba sobre baba. Aullaban, labraban, se restregaban en el piso y sobre ella. 
De pronto, comenzó a lloviznar y de la nada emergió una estrepitosa brisa. Apareció un sonido estruendoso y una gran luz fucsia en el espacio al estallar un transformador de luz, que estaba pegado en el poste de la esquina.
Con el estrepitoso sonido los perros empezaron a caminar desesperados cada uno por donde podía. No tenían un rumbo preciso ni nadie que los guiará, iban escabulléndose, tumbando a las personas, los pipotes de basura, se metían a los locales comerciales, la manada atormentada, la gente gritaba, los perros sin dirección. 
Algunos, los más devotos a su presa, no querían desprenderse de ella, que seguía tirada en el piso frente a la zapatería. La olían, mil veces la olían y seguía acostada, sin un rasguño, sin una pizca de haberle roto la ropa, intacta, completa, limpia.




Los perros tienen derecho de cruzar la calle

Estaba más blanco que de costumbre, lo habían recién bañado y se secaba sacudiéndose por los predios de la casa. No hubo ni una maniobra para no pasarle por encima. La Señora salió de su casa. Se agarraba la cabeza sin saber qué hacer.
Del Maverick, los cauchos quedaron manchados por el impacto. La tarde caía entre una sombra crepuscular que daba mucho ánimo. Al niño no se le quería decir nada, él presentía que algo malo pasaba pero a sus cinco años era cruel contarle la forma de cómo ya no iba a jugar más con el perro que le regalaron cuando cumplió los dos.
El pelaje se transformaba en el paso de cada segundo. De su mandíbula salía una sonrisa que la abuela decía que había muerto en paz, pero al mismo tiempo se revelaba una paz atropellada por máquinas monstruosas.
En el patio colgaba un collar antipulgas, que se lo habían quitado para que se le secara mejor el cuello, después del baño. El collar nunca lo volvieron a mover de ese sitio, contó Ignacio después de veinte años, quien jamás pudo despegarse del recuerdo del que fue su sabueso.
En el transcurso de esos mismo veinte años casi toda la familia había muerto, sin embargo, seguían algunos objetos en la casa que nunca se movieron, como queriendo establecer el orden de antaño, por eso cerca del collar estaba el vaso donde la abuela colocaba a remojar sus dientes postizos. 
La calle fue cambiando, hoy es más amplia y tiene más huecos. Las fachadas de las casas son más altas, fueron modificadas al antojo de un Gobernador que reinó por varios períodos. Los postes de luz son de color fucsias. Hay miles de pequeñas capillitas a la orilla de la Avenida Ribereña.

Volvieron las doce de la noche cuando los dientes del perro seguían pegados en el asfalto. Nadie intentó recogerlos. Todos los niños del barrio salieron a darle las condolencias al pequeño Ignacio. Muchos de ellos lloraron con él, a pesar de los caramelos que les trajo el tío Adolfo.

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