lunes, 24 de junio de 2019

ANNA KOZHURINA: Narrativa Actual Rusa

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Anna Kozhurina (Moscú, 1975) En 1998 se graduó de la Academia del Servicios Públicos y Construcción de Moscú. En 2015 - de la Academia Estatal de las Humanidades de Rusia especializada en la historia del arte de Europa Occidental e historia del arte ruso. Trabaja de directora de ventas. Miembro del círculo literario “Belkin” anexo al Instituto Literario Gorky.




Texto tomado de la antología Rusa/Latinoamericana titulada Sensaciones de acá, de allá y del más allá (LP5 Editora, 2017)
Traducción al castellano Olga Slyunko



VOLAR



Me desperté por un dolor sordo en las patas y alas. Me acordé del paseo despreocupado por el nuevo pasto en los rayos del sol caliente, como después algo pesado me aplastó atrás, como mis hermanos se remontaron al cielo pegados haciendo ruido. El gato gruñía con rabia, me rompía y aplastaba con su peso, me clavaba con sus garras y al fin me tiró lejos, habiendo saciado su interés de jugador. No podía volar, sólo podía arrastrarme despacio, mientras el sol empezó a calentar desesperadamente. Aguanté hasta el arbusto sofocándome, me achique y ya todo me daba igual, lo importante era irse a la oscuridad lo más pronto posible, hundirse, chorrear, confluir con el silencio y nunca más pelear contra nada. Pero no me funcionó, volví a despertar. Había pajaritos humanos alrededor, arrullaban algo. Algunos como naranjas, otros azulados, uno con luminiscencia dorada. El naranja se acercó veloz, me pateó, retrocedió. Los otros se pusieron a hablar,  entonces el Dorado extendió sus alas, cerró el paso a los demás. Hizo unos pasos suaves por el pasto, se bajó y alargó sus alas pequeñas rosadas hacia mí. Empezó a sentirse calor materno, olió a galletas. Él toco mi cabeza con ternura, volvió la cabeza de un lado hacia el otro como algunos de mis hermanos, aleteó a otros pajarillos y empezó a arrullar en voz alta. Se acercaron todos, empezaron a hacer ruido. El Dorado tiró al piso parte de su plumaje delante de mí, me movió a una superficie blanca con ternura y se levantó cargándome. Tendría que asustarme, pero no tenía fuerzas para eso. Los pajarillos corrían al lado, chillaban, miraban… Después la banda se quedó atrás, y el Dorado me entró con cuidado, echando miradas preocupadas. Pasamos la casa fría y oscura, los espacios encerrados y nos encontramos en un lugar claro y bueno, donde me colocó en el piso y me dejó. Ahí fue cuando le di tregua a la vida, me adormecí. Cuando me desperté él estaba al frente mío, como una paloma de verdad, miraba con atención. Yo ya tenía al lado una tapita con agua, me acercó en su ala las semillas. ¡Y recordé esa ala! En invierno siempre se metía en la ventanita con las migas salvadoras y granos. Al principio teníamos miedo, pero el hambre nos reconcilió con el peligro. Llegábamos volando a esa ala y los más valientes picaban de ahí. Sólo que estaba resbaloso, porque nos deslizábamos aruñando el borde de la ventana. Después el pajarillo lo arregló todo: hizo algo para que no nos deslizáramos. Todo el invierno nos reuníamos en su casa, sólo necesitaba abrir la ventana. Y después nos olvidamos de él.

El Dorado tocó suavemente con algo fresco mi pata. Yo la quité rápidamente, me quemaba. Él cabeceó, habló algo en su lengua en voz baja, y ahí lamenté que no entendía nada. Y después me dormí otra vez. Pasaban días, me acostumbré a mi destino. El Dorado traía diferentes comidas, miraba qué me gustaba más, sonreía, limpiaba, me frotaba las heridas y refunfuñaba en su idioma. Me hizo un nido en un lugar más frío y abierto, al lado de la primera habitación. Ya me empezaba a olvidar de la palomera, de los compadres y los vuelos. Volaba sólo en el sueño. Incluso me daba miedo mover las alas, ni pensarlo, hasta que el Dorado, balbuceando habitualmente, me arrastró a la calle. Otra vez nos rodeó una banda de los pajarillos humanos. Hacían ruido, agitaban las alas. Primero paseaba sentado encima de él y después caminaba con cuidado por el suelo fresco. En uno de los paseos el Dorado extendió sus alas ridículas y dijo algo balanceando. Pregunté: ¿volar? Y él respondió: ¡volar! ¿Cómo lo logró? Hasta ese momento no entendía nada de sus palabras. Él se puso a deslizar por la tierra, corrió. ¿Acaso va a despegar? El Dorado se paró y miró hacia mí. Dijo otra vez indicando a mis alas: ¡volar! Yo también tomé carrerilla un poco, agité las alas, pero esas se doblaron de alguna manera, en general no logré hacer nada. Pero el Dorado era testarudo. Cada paseo me contaba algo, mostraba, desplegaba sus alas, corría alrededor, a veces hasta me lanzaba hacia arriba con cuidado. Las alas dolían cada vez menos, y empecé a subir al cielo. Siempre me volteaba y le gritaba: ¡Dale, vente también aquí! Pero el Dorado sólo batía sus alas ineptas y lucía desde la tierra, dando vueltas por el pastizal con alegría. ¿Pero quién me va a decir que no volaba? Volaba, pero por tierra. Mis hermanos lo miraban desde el techo y se asombraban. Algunos dudaban de nuestra idea. Escuché sus bromitas: mira, el nuestro se volvió de circo, ¡divirtiendo a ese humano! Hasta los grises azulados se reían un poco, aunque nosotros nunca los considerábamos palomas de verdad. Empezó a hacer mucho calor, y esperaba con impaciencia a nuestros paseos. Nadie me podía prohibir a volar desde la casa, pero igual todavía no lo hacía. Aunque volara muy alto en la calle, igual siempre aterrizaba al hombro de mi amigo. Un día el Dorado dijo: necesitas ir donde tu gente, a la casa. Lo entendí todo, todas sus palabras, y me puse a dejarlo cada vez más, y regresaba menos. Tenía que estar con los del cielo, y estaba. Un día recordé que hace rato no había visitado a mi amigo, ¡y me pasaron tantas cosas nuevas! Planeaba entre las casas y no lo encontraba. Todas las casas eran parecidas. Y miles de ventanas me miraban esperando algo. Me acercaba a uno y a otro, pero en ningún lado se veía la luminosidad. Rezaba que me diera una señal, pero no había nada. Me agitaba entre esas piedras asustado, y el Dorado me vio, me aleteó. Como si hubiera brillado un rayito, y me lancé hacia él. Me senté al frente y me miraba, brillando con gotas de alegría. Vi sus ojos encenderse, sus alas moviéndose, se arrugó por el sol y dijo:

- Es una lástima que no puedo volar contigo en el cielo. Me vas a hacer falta.

- Puedo quedarme.

- No, tú tienes que volar, amiguito. ¡Tienes que Volar!


Y yo vuelo.






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