jueves, 14 de mayo de 2020

OMAR ALARCÓN: Poesía Actual de Bolivia


OMAR ALARCÓN (BOLIVIA, 1986) Es poeta y cineasta. Publicó el poemario "El corazón entrega sus muertos" (Editorial Pasanaku, 2006). Sus poemas fueron seleccionados en la antología de poetas jóvenes bolivianos "Cambio climático" (Fundación Simón I. Patiño, 2009) y en "Memoria sin espejo 15 poetas bolivianos contemporáneos" (Ladrones del tiempo, 2019). Ha publicado en revistas especializadas como Círculo de Poesía (México) y ha participado en diversos festivales nacionales e internacionales. Con su primera película "Mar Negro", obtuvo en Bolivia el Premio a Mejor Dirección (Premio Eduardo Abaroa 2018), que narra la vida y obra de Hugo Montero, el poeta que murió en el Hospital Psiquiátrico de la ciudad de Sucre.





Selección por Gladys Mendía del libro Roca Negra (Ediciones Andesgraund, 2020) 







Somos la sed
que el desierto olvida.

Testigos mudos
del polvo
y el destierro.

Las urnas
no consiguen retener
nuestras cenizas
dispersas
en el viento.










El adiós no se dibuja en la palma de la mano, no se nombra. Sin la piel es inútil recordar el viento. Cuando cerramos los ojos no morimos de lo que se pierde, morimos por no vivir. Caminamos desde siempre con un cuerpo acostumbrado al vacío. Sin embargo, tan sólo un gesto es capaz de inaugurar el aire. Amamos desde el olvido. Lo que somos, no nos basta para ser. Las orillas de nuestro cuerpo buscan la piel borrada con el tacto. Somos el adiós que no permite despedirnos. Nos marchamos sólo al cerrar con un beso la última puerta. Entonces dividimos las sonrisas en colores, los perfumes en recuerdos. Y para siempre, atravesamos el portal, con las manos vacías.








Al caminar desenterramos el mundo de sí mismo. Sin certeza, volvemos a dibujar el mapa del cielo y la silueta desconocida de nuestra sombra. Celebramos la lluvia como una nueva oportunidad para vaciarnos. La vida rebalsa de nuestros dedos. Las hortensias florecen en nuestros brazos. Por eso ya no goteamos de sed frente al espejo. Y en cada respiración, volvemos a tocar nuestro cuerpo, hecho carne.







Al cerrar los ojos volvemos a inventar la luz. Esa luz muriendo en nosotros para sacrificarse y darnos vida. Cada mañana soltamos garzas en el aire. Abrazamos árboles recordando nuestro cuerpo. Y sostenemos un gorrión herido en la palma de la mano, ofreciendo a la muerte, lo que en secreto recogemos de nosotros mismos.







  
El reflejo
de una imagen muda somos.
Una sombra
sin cuerpo.

Cada día
por nuestra casa transita
el entierro de un poeta.
Una procesión
sin muerto.

Prendemos velas
en el corazón
de un ciego.

Aquí,
habitamos juntos
una catedral sin fe.








El mar choca las rocas negras de mi pecho.
Adentro, la lluvia borra todo lo escrito.

—        Mira, los pájaros no anidan en el cielo. Cada nube
              es un dibujo que trazamos
              al azar.

Las gaviotas gritan tu nombre al amanecer:
Sus graznidos son mi propia voz que se hace espuma.








Un pañuelo es lo único que hay después de
una despedida.
Un pañuelo y una playa desierta donde
escribir mi nombre.


Silueta anónima de la tarde, yo dejo en ti un
breve aleteo para recordarle al mundo lo
efímero de este sueño.


          — Mis cabellos fueron creados por las
              mismas manos que desatan el aullido.








En mi casa, los muros de la noche son tan
altos como la esperanza.
Allí, las mujeres y los hombres bordan su ropa
de luto junto al río y esperan cada mañana el
retorno de las garzas.


En esta tierra construimos piedra a piedra una
fe que se derrumba.
Nos llaman, “los ciegos cavando un hueco en el
crepúsculo”.









El paso de los cometas nos devuelve la
confianza en nuestro viaje.


         — Los malabaristas no conocen el vértigo.
             Cuando se enamoran dejan caer sus
             cuerpos libremente al vacío.








Somos la luz cegándose a sí misma.

Una vasija encerrando la ilusión de ser
alguien.

Nuestras lágrimas caen siempre a un pecho de
piedra.

No en un huerto de flores.

Cortamos el pan sabiendo que dimos poco.

En nuestra mesa sólo nos pertenece aquello
que compartimos.











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