Rosario Castellanos fue una escritora y diplomática oriunda de México, nacida en la ciudad de México el 25 de mayo del año 1925 y fallecida trágicamente en Israel el 7 de agosto de 1974. Cabe mencionar que hasta su juventud residió principalmente en el estado de Chiapas, lo cual se percibe claramente en sus obras, tanto a nivel estilístico como por el universo en el cual se sitúan. Desde su nacimiento, observó a la sociedad mexicana desde el punto de vista del poder adquisitivo; esto le permitió advertir lo dura que resultaba la vida de los pueblos aborígenes y causó en ella un impacto muy profundo. Con respecto a su formación académica, estudió Filosofía en su país y, más tarde, obtuvo una beca en España. Además de la escritura, Rosario se dedicó a la enseñanza, profesión que la llevó a varias universidades, tanto nacionales como norteamericanas. Es necesario destacar que fue una gran defensora de los derechos de la mujer.
A pesar que haber perdido la vida siendo aún muy joven, produjo una gran cantidad de libros, entre los que se encuentran la novela "Rito de iniciación", el ensayo "Mujer que sabe latín" y los poemarios "Apuntes para una declaración de fe" y "Poesía no eres tú".
Autorretrato
Yo soy una señora: tratamiento
arduo de conseguir, en mi caso, y más útil
para alternar con los demás que un título
extendido a mi nombre en cualquier academia.
Así, pues, luzco mi trofeo y repito:
yo soy una señora. Gorda o flaca
según las posiciones de los astros,
los ciclos glandulares
y otros fenómenos que no comprendo.
Rubia, si elijo una peluca rubia.
O morena, según la alternativa.
(En realidad, mi pelo encanece, encanece.)
Soy más o menos fea. Eso depende mucho
de la mano que aplica el maquillaje.
Mi apariencia ha cambiado a lo largo del tiempo
-aunque no tanto como dice Weininger
que cambia la apariencia del genio-. Soy mediocre.
Lo cual, por una parte, me exime de enemigos
y, por la otra, me da la devoción
de algún admirador y la amistad
de esos hombres que hablan por teléfono
y envían largas cartas de felicitación.
Que beben lentamente whisky sobre las rocas
y charlan de política y de literatura.
Amigas... hmmm... a veces, raras veces
y en muy pequeñas dosis.
En general, rehuyo los espejos.
Me dirían lo de siempre: que me visto muy mal
y que hago el ridículo
cuando pretendo coquetear con alguien.
Soy madre de Gabriel: ya usted sabe, ese niño
que un día se erigirá en juez inapelable
y que acaso, además, ejerza de verdugo.
Mientras tanto lo amo.
Escribo. Este poema. Y otros. Y otros.
Hablo desde una cátedra.
Colaboro en revistas de mi especialidad
y un día a la semana publico en un periódico.
Vivo enfrente del Bosque. Pero casi
nunca vuelvo los ojos para mirarlo. Y nunca
atravieso la calle que me separa de él
y paseo y respiro y acaricio
la corteza rugosa de los árboles.
Sé que es obligatorio escuchar música
pero la eludo con frecuencia. Sé
que es bueno ver pintura
pero no voy jamás a las exposiciones
ni al estreno teatral ni al cine-club.
Prefiero estar aquí, como ahora, leyendo
y, si apago la luz, pensando un rato
en musarañas y otros menesteres.
Sufro más bien por hábito, por herencia, por no
diferenciarme más de mis congéneres
que por causas concretas.
Sería feliz si yo supiera cómo.
Es decir, si me hubieran enseñado los gestos,
los parlamentos, las decoraciones.
En cambio me enseñaron a llorar. Pero el llanto
es en mí un mecanismo descompuesto
y no lloro en la cámara mortuoria
ni en la ocasión sublime ni frente a la catástrofe.
Lloro cuando se quema el arroz o cuando pierdo
el último recibo del impuesto predial.
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